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Cuando los alimentos son fármacos, ¿verdad o marketing?
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Cuando los alimentos son fármacos, ¿verdad o marketing?

Son tantos los reclamos de productos sanos que encontramos en el súper que la frontera entre unos y otros parece desdibujarse. Pero ¿sabemos qué es lo que compramos?

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Entra en tu supermercado y mira cuántos de sus productos sugieren en sus etiquetas una subliminal promesa de salud. Cuántos de ellos mencionan en su etiquetado la presencia de un compuesto, de una molécula, de un nutriente que te hace pensar que su consumo tendrá alguna ventaja sobre tu peso, tu sistema inmune, tu memoria, tu corazón. Ahora vete a la zona de parafarmacia y verás un sinfín de suplementos alimenticios que contienen extractos de alimentos -granada, uva, alcachofa, frutos rojos…- y que también se ofrecen tentadores como un complemento para tu bienestar.

Ciertamente, la línea que separa un alimento de un fármaco está cada vez más desdibujada. Y no tanto debido a la legislación -bastante más estricta en la UE que en Estados Unidos-, sino por la confusión que provocan las distintas leyendas que aparecen en los etiquetados. En un momento en que cada vez somos más conscientes de que lo que comemos afecta a nuestra salud, capacidades y bienestar, y cuando cada día queda más claro que es uno de los elementos que influyen en nuestras decisiones de compra, no es de extrañar que la oferta de productos supuestamente saludables no deje de crecer. Nos interesa, sí, saber qué hay en ellos de mentira y qué hay de verdad.

"La industria busca nuevos ingredientes, con un efecto concreto y dirigidos a grupos determinados"

“La industria alimentaria busca desarrollar productos que tengan un efecto saludable”, explica Elisa Gallego, técnico del Departamento de Bioensayos del centro tecnológico AINIA. “Nos pide que desarrollemos nuevos ingredientes que tengan un efecto concreto y que estén dirigidos a segmentos específicos de la población. Por ejemplo, un yogur con efecto hipertensivo orientado a población sénior. Es una tendencia creciente”.

Una tendencia al alza porque la industria se ha dado cuenta de que la nueva diferenciación entre productos de la misma categoría viene no solo por su perfil nutricional -cada vez más leyendas ‘con’ y ‘sin’-, sino por su posible efecto sobre la salud. Eso sí, las restricciones de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) impiden que la inmensa mayoría de estos productos puedan decir que tienen una indicación para la salud, de modo que las empresas se las tienen que ingeniar para sugerir ese beneficio adicional.

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Dentro de todo esto, además, la lucha de los conceptos. Nos encontramos con alimentos funcionales, de diseño, nutracéuticos, complementos alimenticios… Probablemente no sepas la diferencia entre unos y otros. Después de buscar y recabar información, humildemente reconoceré que yo tampoco: cada autor y cada experto lo interpreta de una manera.

En principio, la mayoría de los especialistas entiende que un alimento funcional es aquel al que se le ha añadido algún ingrediente que le otorga alguna propiedad saludable por encima de su valor nutricional habitual. Un ejemplo sería el de las margarinas a las que se han incorporado esteroles para ayudar a bajar los niveles de colesterol. “Pero no son alimentos que te vayan a curar y eso a menudo el público lo confunde”, asegura la doctora María Teresa García Conesa, investigadora del Departamento de Ciencia y Tecnología de los Alimentos del CEBAS-CSIC.

Suplementos en la dieta

Los suplementos alimenticios ya cambian de formato: el alimento se desdibuja en cápsula, comprimido, polvos… Suelen contener vitaminas, minerales, extractos, concentrados… y en principio son un complemento para la dieta. Un poquito más de ese omega 3 del que andas escaso porque no comes sardinas, o de esa vitamina D, o de ese selenio…

Y después tenemos la noción del nutracéutico, que ya desde su etimología pretende ser el eslabón perdido entre el alimento y el fármaco: el doctor Stephen DeFelice, presidente de la Foundation for Innovation in Medicine (FIM), acuñó el término en 1889 uniendo los conceptos ‘nutrición’ y ‘farmacéutico’, y lo describió como “un alimento o parte de un alimento que proporciona beneficios médicos o para la salud, incluyendo la prevención y/o el tratamiento de enfermedades”.

El nutracéutico pretende ser el eslabón perdido entre el alimento y el fármaco

Pero esto no nos aclara mucho y, total, ¿tiene tanta importancia saber si esa leche enriquecida en calcio y vitamina D, o ese complejo multivitamínico, o ese yogur con bifidus es una cosa u otra? “Son definiciones complejas, incluso con mis alumnos de Farmacia tenemos problemas para entender todo este campo -afirma la doctora García Conesa-. Lo que importa es que, de entre todos esos productos que tiene a su disposición, el consumidor entienda qué puede esperar de cada uno en términos de mejoría de salud. Que distinga qué es cierto y qué es marketing”.

La distinción no es sencilla. Así, el doctor Ángel Durántez apunta que “la idea de nutracéutico es más un concepto que una estructura legal”. Y nos pone el siguiente ejemplo: “Hay suplementos nutricionales que pueden llegar a considerarse fármacos. Tenemos el Omacor, que contiene omega 3 en determinadas dosis, que ha superado las fases de ensayos clínicos que exige la EMEA y que, por tanto, tiene permitido decir que cura la hipertrigliceridemia. Ahora imagínate que tú haces un suplemento con omega 3 con las mismas dosis de Omacor, pero sin pasar por la autoridad competente. No será un fármaco, no podrás decir que cura nada, pero es algo más que un complemento porque hay un cuerpo de evidencia científica, una investigación (que han llevado otros). Podríamos decir que es un suplemento nutricional en dosis terapéuticas”.

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Desde su punto de vista, el principal escollo por el que muchos suplementos no llegan nunca a obtener la consideración de fármaco es porque “no hay interés comercial por parte de una farmacéutica. Lograr una patente lleva años de investigación y una inversión multimillonaria, pero después recuperas tu inversión. Pero a nadie le interesa este gasto en un trabajo con vitamina B, que no se puede patentar. Y así con infinidad de moléculas que existen en la naturaleza”.

“Es un mundo muy complejo”, coincide García Conesa. “Los vegetales contienen los llamados antioxidantes, que son miles de compuestos diferentes. Se trata de moléculas orgánicas complejas, que las plantas tienen como mecanismos de defensa, y pueden tener efectos saludables”. Así, por ejemplo, en su laboratorio se llevó a cabo el desarrollo de un protocolo tecnológico para producir un extracto de uva rico en resveratrol. “Esa es la patente. Después, hay marcas que dicen que ‘tiene acción contra el envejecimiento’. Eso no se ha hecho aquí. No se puede decir que el resveratrol frene el envejecimiento celular”.

La carga de la prueba

De hecho, la propia palabra antioxidante también tiene su debate. “Es cierto que estas moléculas pueden captar radicales libres y neutralizarlos. Es algo que vemos perfectamente en ensayos de laboratorio. Otra cosa -matiza la experta- es que mantenga estas propiedades una vez las ingieres. A menudo se pierden; pero, aun manteniéndolas, no es fácil que lleguen tal cual al interior de nuestras células, a las mitocondrias y al interior donde se están produciendo los radicales y ahí sean capaces de eliminarlos. Eso es difícil de demostrar”.

Intentar demostrar esa eficacia es, precisamente, parte del trabajo que hace Elisa Gallego. “Las empresas nos piden evidencia científica de que el alimento, al ser ingerido, va a promover un efecto saludable. Por ejemplo, un alimento que tiene omega 3 porque hemos incorporado aceite de pescado, ¿tiene un efecto protector cardiovascular? Nosotros tenemos que validar que ese omega 3, en ese alimento concreto, estará en la concentración adecuada y no se degradará durante el proceso de digestión”.

"Se hacen miles de estudios preclínicos, con células, pero el salto a humanos rara vez se da"

En este sentido, hay empresas dispuestas a invertir más… y otras con menos interés en demostrar la eficacia de sus productos. “Es cierto que se hacen miles de estudios con células, pero el salto a humanos rara vez se da -apunta la investigadora del CEBAS-. Lo asombroso es que a la mayoría de estas plantas, compuestos y productos se les atribuye un montón de beneficios: efecto antiinflamatorio, antienvejecimiento, cardiometabólico… Y todo basado en investigación preclínica enorme, pero insuficiente. Eso sin olvidar la enorme variabilidad que se da de unas personas a otras”.

¿Y nosotros? ¿Podemos realmente comprobar la utilidad de alguna de estas panaceas? En algunas variables es más fácil que en otros. Es el caso del colesterol, en el que, ciertamente, nosotros podemos medirnos los niveles cada seis meses, por ejemplo; pero… ¿cómo reconocer que ese alimento funcional o ese suplemento nos están reforzando el sistema inmune, o protegiéndonos de la oxidación del ADN, o revirtiendo el envejecimiento?

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El consejo de María Teresa García Conesa pasa por la información: “Debemos exigir que se demuestre bien para qué sirven, cómo se utilizan y en qué dosis. No importa tanto que sepamos la definición como entender qué son, qué llevan, qué podemos esperar. Si usamos un producto de estos con una finalidad de salud, debemos comprender qué estamos tomando. Y si no, consultar al médico. No debemos basarnos en lo que leamos en las cajas y envases, donde hay mucha información confusa, en muchos casos inexacta: hay que ir aprendiendo a comprar con conciencia y a dejarse asesorar por profesionales”.

Entra en tu supermercado y mira cuántos de sus productos sugieren en sus etiquetas una subliminal promesa de salud. Cuántos de ellos mencionan en su etiquetado la presencia de un compuesto, de una molécula, de un nutriente que te hace pensar que su consumo tendrá alguna ventaja sobre tu peso, tu sistema inmune, tu memoria, tu corazón. Ahora vete a la zona de parafarmacia y verás un sinfín de suplementos alimenticios que contienen extractos de alimentos -granada, uva, alcachofa, frutos rojos…- y que también se ofrecen tentadores como un complemento para tu bienestar.

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