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Desear y querer: las dos caras de una misma moneda
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Tener perspectiva

Desear y querer: las dos caras de una misma moneda

La afectividad es una materia singularmente maleable, difícil de apresar. Es un mar encrespado en el que casi todo salta mezclado

Foto: Fuente: iStock.
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El campo magnético de la afectividad forma una telaraña complejísima en la que los conceptos se cruzan, entremezclan, confunden, avasallan, entran y salen, suben y bajan, giran, se esconden y luego vuelven a aparecer. Todo esto da lugar a una tupida red de significados, en la que la imprecisión está a la orden del día, pues en la misma persona los usos, las significaciones y las andanzas biográficas cobran alcances y aceptaciones bien distintos.

Todo mi interés estriba en ir deslindando cada uno de los componentes de la afectividad, pero sabiendo que es tarea infructuosa por la cercanía y proximidad de sus ingredientes. La contabilidad de la vida personal mezcla reveses y aciertos. El agua puede adoptar muchas formas, pero no es lo mismo la que desciende del valle que aquella que se remansa en un lago o la que forma parte de la composición de un vino, un zumo o una pera.

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Garantizar la vida afectiva requiere amor y conocimiento, emplazándola para que tenga el mejor desarrollo posible. Es un navío que suelta amarras y navega con el timón bien orientado, una ingeniería de vericuetos y puentes levadizos y caminos serpenteantes ajedrezados por el deseo y sus aledaños. Porque es el deseo mi tema y mi intención: hay que clarificar este término con lucidez, separando semejanzas, pero sabiendo que se filtran, silbando por sus rendijas, todas las nociones afectivas que en el mundo ha sido.

Mi recorrido me vuelve a veces taciturno. Me veo en unas encrucijadas que son cordilleras que pretenden escamotearme la nitidez de la definición de cada uno con circunloquios enrevesados de marasmos sumergidos en donde todo se confunde y desdibuja. El mar de las ideas se torna aletargado aquí y ahora, y luego se hace transparente y luminoso. Más tarde se vuelve opaco, turbio, borroso, esmerilado, nebuloso. Todo sigue intacto, pero en mi cabeza acumula una galería de descripciones sorprendentes en la que flotan círculos concéntricos alborotados: sentimientos que se cruzan con emociones y deseos que aspiran a ser motivaciones e ilusiones.

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Todo ello es envoltorio de un regalo que hay que abrir con parsimonia. Rumor de lluvia y paisaje plomizo. Mi cabeza quiere estar diáfana, pero el diccionario de la afectividad es borroso y difuminado. Sumergido en estas líneas me abro paso intentando poner los puntos sobre algunas íes de este universo interminable. Mi sentido de profesor universitario me empuja a ser ordenado y a que mis alumnos (mis lectores, que son ustedes) se aclaren y entiendan todo lo que venimos diciendo. Pero cuando sorteo un obstáculo, enseguida me encuentro con otro, tartufería vagabunda de un laberinto de puertos marinos en el que el mar se esconde y se remansa.

La afectividad es una materia singularmente maleable, difícil de apresar. Es un mar encrespado en el que casi todo salta mezclado. Todo en la afectividad ronronea con inesperados cambios de ritmo, enriquecida por un muestrario de variados matices poblados de sombras. La plasticidad afectiva es sobresaliente. Defino los sentimientos como la manera más habitual de cursar la afectividad y las emociones, como su expresión más breve y vibrante; disponen a la actividad o a la pasividad, a hacer o a reflexionar. Pero entre afectos y emociones hay emboscadas desordenadas en las que se confunden los planos. El mundo de la afectividad está envuelto en una tenue neblina precisa e imprecisa, bien definida y excesivamente etérea. El lector entenderá que en un momento dado todo parece bien situado sobre la pizarra de la clase, mientras que en otro parece que todo salta de su sitio e invade el territorio de la definición de otra estirpe afectiva. Yo mismo me pierdo por esos embrollos de figuras que se mueven y flotan sin asidero.

"Muchos deseos son juguetes del momento. Casi todo lo que se quiere significa un progreso personal"

En este terreno tan movedizo es preciso definir bien los términos. Para alcanzar nuestro objetivo es importante deslindar los significados. Desear y querer son las dos caras de una misma moneda. Desear es anhelar algo de forma próxima, rápida, con una cierta inmediatez. Querer es pretender una meta más a largo plazo, pero sin la transitoriedad de la anterior, especificando el objetivo, limitando los campos con la firme resolución de llegar a la meta, cueste lo que cueste. Los deseos son más superficiales y fugaces. El querer es más profundo y estable. Muchos deseos son juguetes del momento. Casi todo lo que se quiere significa un progreso personal.

Alcanzar una proporción adecuada entre visión inteligente y la afectividad es una labor de filigrana. Lo que la inteligencia despierta, la afectividad parece que aletarga y entumece. Hay un bamboleo entre la vigilia y la somnolencia. El deseo busca la posesión cercana de algo, que se pone en movimiento sobre la marcha y tiene como motor el impulso de posesión; esa es su dinámica. El querer aspira a un objetivo remoto, que quiere un plan concreto, bien diseñado y con la voluntad como motor; esta es su travesía.

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El problema que se nos plantea es catalogar bien las aspiraciones que emergen delante de nosotros. Unas son rápidas, como estrellas fugaces en un cielo raso que pasan y desaparecen. Otras se fijan en la mente y ponen su nota inmóvil y agazapada, que consolida la aspiración. Las metas juveniles llegan a hacerse realidad si somos capaces de apresar el esfuerzo y concretarlo en una dirección precisa. En las aguas de los ríos se pulen las piedras, pierden sus aristas y se transforman en cantos rodados. La vida con maestría otorga al querer su condición, meta que merece la pena. Siempre flota cerca del ser humano la tentación de abandonar la meta, cuando la dificultad arrecia y uno percibe que no puede seguir en la lucha. El que tiene voluntad consigue lo que se propone, a pesar de las mil peripecias por las que pasamos.

En el deseo la seducción es la que manda. Lo importante es integrar los deseos en un esquema maduro de nuestra conducta. Así, en la relación afectivo-sexual con amor auténtico, comprometido, el deseo está vivo, pero supeditado a los estratos superiores de la persona. Cuenta y tiene su espacio, pero no es una relación cuerpo a cuerpo, sino que al integrarlo todo, llegará a ser un encuentro de persona a persona. El placer es vivido a fondo, pero aunando a la vez lo psicológico, lo cultural, y lo espiritual.

El campo magnético de la afectividad forma una telaraña complejísima en la que los conceptos se cruzan, entremezclan, confunden, avasallan, entran y salen, suben y bajan, giran, se esconden y luego vuelven a aparecer. Todo esto da lugar a una tupida red de significados, en la que la imprecisión está a la orden del día, pues en la misma persona los usos, las significaciones y las andanzas biográficas cobran alcances y aceptaciones bien distintos.

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