Llevo 40 años como médico de atención primaria y esto es lo que he visto
El Dr. Juan Carlos Fuentes tardó dos décadas en conseguir ser 'fijo' en el sistema de salud madrileño. Vivió los peores tiempos de la droga y del VIH en barrios como San Blas o Pan Bendito, pero la situación actual le parece igualmente preocupante
En el verano de 1983, Ryan Paris cantaba la Dolce Vita y Righeira proponía Vamos a la playa, sin duda, dos planazos... que no entraban entre mis prioridades. Lo que yo quería era estrenar mi flamante título de licenciado en Medicina y Cirugía, así es que en agosto, y con 23 años, me puse por primera vez enfrente de un paciente. ¡Me habían dado una suplencia de un mes en un consultorio de la seguridad social!, en Pan Bendito, un barrio madrileño en el que, por entonces, lo menos malo que te podía pasar era que te robaran lo que llevabas dentro del coche (un riesgo que yo no corría porque no tenía coche, así es que sin problema).
Llegaba (en autobús) al consultorio poco antes de las 15 y en la sala de espera siempre había gente, la mayoría personas mayores, sin prisa, charlando con otros vecinos (¿dónde iban a estar mejor que allí, al fresco del aire acondicionado?), esperando pacientemente que saliera la enfermera a citar su número, el que le había dado un celador a la entrada del centro. Para el médico también esa era la única guía para saber a cuántos enfermos había que atender en las dos horas de consulta. En la última hora, el celador entraba en la consulta para entregarle el último número asignado. Y ahi llegaba el ‘momento pánico’ : “¿El 49? Pero si todavía voy por el 20”. Sí, lo normal en agosto era atender entre 40 y 50 pacientes a diario. Por suerte, contaba con una enfermera experimentada que escribía y repartía las recetas y los partes de baja.
"Había muchas bocas para poca tarta: éramos 50.000 médicos en paro dispuestos a trabajar en las condiciones que fuera"
Al terminar la consulta (no te podías retrasar porque el médico siguiente estaba esperando para ocupar la sala), tocaba ir a hacer los avisos (las visitas a domicilio). Pero era agosto, de aquellos del Madrid vacío, y muchos días no había ninguno. Cada 15 días también había que trabajar el sábado: el consultorio estaba abierto para las urgencias de 9 a 17 h, y allí estábamos dos ‘médicos generales’ (de familia), un pediatra, dos enfermeras y un celador.
Agosto terminó y en octubre ni dolce vita ni playa: me fui a la mili (hice las milicias universitarias, en el cuerpo de sanidad). En 1986 me lancé a buscar trabajo; entonces había que inscribirse en una bolsa centralizada que había en el antiguo Insalud (Instituto Nacional de la Salud) y desde allí te llamaban para suplencias de 15 días, la semana de navidades, una baja y si te daban una interinidad de nueve meses (exactos, porque si pasaba un día te tenían que hacer fijo), te había tocado la lotería. Había muchas bocas para poca tarta: éramos 50.000 médicos en paro (en toda España) dispuestos a trabajar en las condiciones que fuera.
Los ‘mitificados’ años de la Movida fueron especialmente duros, para el país en general (revueltas sociales, inseguridad, altísimas cifras de paro) y para los médicos en particular: trabajo precario y mal pagado (un paciente, fontanero de profesión, me preguntó que cuánto cobraba; se lo dije y su respuesta fue como una pedrada: “Eso lo gano yo en una semana”).
En febrero de 1989, por fin, me tocó la lotería: una interinidad en un consultorio de la zona de San Blas. Como en el de Pan Bendito, la sala de espera también estaba llena de gente (era invierno y había buena calefacción) y, en las semanas de epidemia de gripe, cada facultativo atendía hasta 100 (o más) enfermos al día. No importaba cuánto tiempo tuvieran que esperar: la gente se ponía mala y acudía al consultorio porque sabía que su médico les iba a ver.
Eran los peores años de la droga y los toxicómanos querían recetas de ansiolíticos y mórficos. Drogadictos, enfermos crónicos y ancianos eran los habituales en las consultas, y las trifulcas en las abarrotadas salas de espera eran frecuentes... y las amenazas al médico también. Yo llegué a pasar consulta escoltado por cuatro policías nacionales, y a pesar de todo, no estaba dispuesto a renunciar a un trabajo que me iba a durar muchos meses. Al terminar la consulta (y a veces, también antes) tocaba patear el barrio para hacer los avisos a domicilio (cuatro diarios de media).
Además, también había que trabajar algunos sábados porque, como siempre, se abrían para urgencias consultorios y ambulatorios con médicos, pediatras, enfermeras y celadores.
Nuevo modelo
Los noventa trajeron cambios importantes: el nuevo modelo de medicina de familia desplazó a la obsoleta medicina de cupo. Dejó de valer lo de atender a todo el que fuera llegando y se impuso la cita previa, que se podía hacer por teléfono (los mayores protestaban, porque la llamada les costaba dinero) o presencialmente. La consulta se prolongó hasta las siete horas, con más tiempo para el paciente, formación médica, etc. Empezamos a manejar la historia clínica y las enfermeras tenían su propia consulta para el seguimiento y control de hipertensos, diabéticos y otros problemas crónicos.
El paro entre el colectivo médico se redujo drásticamente; los sueldos subieron; mi interinidad se alargó durante años (por algún cambio legal, ya no era obligatorio lo de hacerte indefinido); la pesadilla de la droga entró en franco retroceso (por el contrario, cada vez había más infectados por el VIH), y yo ya tenía coche. ¡Las cosas comenzaban a rodar!
Como siempre, los sábados se abría un servicio de urgencias en ambulatorios y consultorios, además de las urgencias a domicilio.
Sin embargo, poco duró la paz. A pesar de la cita previa, los retrasos eran inevitables y a mitad de la jornada ya eran importantes. Los enfermos se quejaban y ya les daba igual el aire acondicionado en verano y la calefacción en invierno: querían que les atendiésemos a su hora (nosotros también lo deseábamos).
"Un informe de hace más de 20 años llegaba a una solución tajante: la única forma de disminuir la alta demanda es tratar mal a los enfermos"
A principios de los 2000, gané la plaza por oposición en un centro de salud de Villaverde. Por fin encontré la estabilidad (20 años después de aquella primera suplencia). La falta de tiempo para atender la creciente demanda era nuestro gran problema. El perfil de los usuarios fue cambiando, y aunque los mayores seguían siendo el grueso de la consulta, la proporción de pacientes más jóvenes ha ido en progresivo aumento. La relación médico-paciente fue evolucionando, de una medicina ‘paternalista’ a una relación más igualitaria.
La sociedad está cada vez más informada y eso hace a la población cada vez más exigente y quiere participar en las decisiones médicas. Por nuestra parte, en la consulta podemos acceder a todas las pruebas del paciente, a toda su historia clínica, incluso a determinados aspectos sociales. Eso prolonga el tiempo de atención y alimenta la lista de espera. Eso, un día y otro, cansa a todos, a los sanitarios y a la población.
Objetivo: consultas estrictamente médicas
Se han implementado medidas como la receta electrónica o potenciar las consultas de enfermería, pero nada es capaz de contener la demanda. Es un problema que se arrastra desde hace décadas, y un informe de hace más de 20 años llegaba a una solución tajante: la única forma de disminuir la alta demanda es tratar mal a los enfermos (aberrante, sí, pero tampoco funciona: me han llegado decenas de pacientes desairados que se han cambiado de médico, y seguro que entre los míos habrá descontentos). Menos mal que todavía funcionaban los servicios de urgencia extrahospitalaria, perfectamente equipados profesionalmente.
Empezamos 2020 buscando fórmulas ingeniosas para mejorar la situación, y llegó la pandemia. Los centros de salud vivimos las primeras semanas como todos: con más de la mitad de los sanitarios infectados, y a medida que nos recuperábamos, volvíamos al trabajo; pero, aun así, pasamos muchos meses con la plantilla mermada por el covid.
No voy a repetir lo del esfuerzo titánico que hicimos los sanitarios, pero sí que los médicos más jóvenes, casi todos sin plaza fija, trabajaron con una dedicación y entusiasmo contagiosos. Todos entendíamos que se hubieran cerrado los servicios de urgencias de atención primaria (SUAP) para que hubiera sanitarios allí donde más falta hacía.
En esas terroríficas semanas, el subidón para los profesionales de la salud fue tremendo. Pensamos que después de la pandemia vendría una reorganización de la que saldrían unos servicios de salud bien preparados humana y materialmente.
Lamentablemente, todas las esperanzas se han venido abajo. Las de los sanitarios y las de los ciudadanos como usuarios del sistema de salud público. En Madrid, el cierre de los equipos de urgencias extrahospitalarias ha provocado una mayor presión asistencial: los pacientes acuden a que les atiendan de urgencias en el centro de salud. En el mío, en cada turno hay, al menos, unos 50 enfermos urgentes (afortunadamente, suelen ser procesos leves, pero hay que verles), que nos repartimos entre dos médicos.
"Los médicos de familia podemos llegar a tener hasta dos semanas de lista de espera para ver a los pacientes"
Aparte, cada uno de nosotros atiende a su consulta, que ahora es de unos 50 pacientes -unos son presenciales y otros por teléfono-, pero por poco tiempo, porque estamos a las puertas de la temporada de gripe, catarros y covid. Además, tenemos que actualizar recetas, partes de baja, atender a las residencias de ancianos de la zona... e ir a los avisos a domicilio. El resultado: los médicos de familia tenemos hasta dos semanas de lista de espera para ver a los enfermos.
¡Ah! Y tenemos dos plazas vacantes de médico sin cubrir desde hace un año. ¿Por qué? Porque son plazas poco atractivas, con mal horario y el sueldo de un médico joven (sin antigüedad, ni carrera profesional) es muy justo para el coste de la vida en Madrid (sobre todo de la vivienda).
Ha pasado lo que se veía venir: la gente ha dicho basta. En Madrid se ha llegado a un acuerdo para los servicios de urgencias, pero los paros en la atención primaria siguen convocados (y otra vez, el paciente sale perjudicado y piensa aquello: “¿A mí quién me ve lo mío?”).
Esto es en la Atención Primaria de Madrid, pero la situación también salpica a los hospitales y se repite en otras comunidades.
No es pesimismo, es un déjà vu: dudo mucho que venga el día en el que el problema de la atención sanitaria llegue a tener una solución que satisfaga a todos, a los ciudadanos y a los trabajadores de la salud (a los de ahora y a los futuros). De lo que no tengo ninguna duda es de que las movidas de los últimos años las llevamos todos malamente... y con hartura.
Juan Carlos Fuentes es médico de atención primaria del Centro de Salud Los Rosales (Madrid)
En el verano de 1983, Ryan Paris cantaba la Dolce Vita y Righeira proponía Vamos a la playa, sin duda, dos planazos... que no entraban entre mis prioridades. Lo que yo quería era estrenar mi flamante título de licenciado en Medicina y Cirugía, así es que en agosto, y con 23 años, me puse por primera vez enfrente de un paciente. ¡Me habían dado una suplencia de un mes en un consultorio de la seguridad social!, en Pan Bendito, un barrio madrileño en el que, por entonces, lo menos malo que te podía pasar era que te robaran lo que llevabas dentro del coche (un riesgo que yo no corría porque no tenía coche, así es que sin problema).
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