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El despertar de la anestesia: una explicación a los dos mayores miedos antes de una operación
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"¿Qué me pasa, doctor?"

El despertar de la anestesia: una explicación a los dos mayores miedos antes de una operación

Hoy en día, no se concibe una intervención quirúrgica sin ella, y no es necesario ser médico para imaginar que la primera vez que se utilizó supuso un antes y un después en el noble arte de operar a un semejante

Foto: Foto: iStock.
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Aunque hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, al paciente siempre le afloran dos temores en la consulta preoperatoria. El primero es el miedo a no despertarse de la anestesia. Como ya llevo en esto más años que churros vende el puesto de la calle, suelo responder con benévola sorna: “Bueno, si se muere Vd. no se preocupe que no se va a enterar de nada”. Ellos esbozan una sonrisa nerviosa (la procesión va por dentro) y no les queda otra que pronunciar el habitual “que sea lo que Dios quiera, me pongo en sus manos”.

La anestesia es segura, pero no está exenta de complicaciones, como tampoco lo están todos los procedimientos y medicaciones que se indican en ambiente hospitalario. Hoy en día no se concibe una intervención quirúrgica sin ella, y no es necesario ser médico para imaginar que la primera vez que se utilizó supuso un antes y un después en el noble arte de operar a un semejante.

"Wells reparó en que el sujeto siguió danzando como un poseso y que en ningún momento se quejó de dolor pese a que se había roto la pierna"

Cuando pienso en las cirugías antes de la anestesia, me gusta tomar como referencia la amputación del brazo del joven guardiamarina Blakeney de la película 'Master and Commander', porque refleja fielmente cómo se realizaban las cirugías antes de inventarse la anestesia: un trago largo de ron, un palo para apretar los dientes, varios ayudantes que agarraban con firmeza, y un cirujano que cortaba la carne de un trazo circunferencial primero y que serraba el hueso ya expuesto después. Cuanto menos tardaba un cirujano, más prestigio tenía, así que los mejores poseían una condición física inmejorable, aunque no todo era cuestión de rapidez.

Robert Liston, a quien precedía su destreza, un día aceleró tanto que además de la pierna que amputaba, rebanó varios dedos de su asistente. Sobresaltado por los alaridos del inesperado amputado, Liston levantó instintivamente el bisturí y se lo clavó a un estudiante de manera accidental. Dado que los tres, ayudante, paciente y aprendiz, fallecieron como resultado de las heridas, a esta intervención se la recuerda como la de mayor mortalidad de la historia. Un 300%.

placeholder Inhalador de éter para anestesia. (iStock)
Inhalador de éter para anestesia. (iStock)

Como estoy inclinado hacia el séptimo arte, siempre he pensado que la historia del descubrimiento de la anestesia es digna de una adaptación cinematográfica. Corría el año 1844 y en Hartford (Connecticut) se preparaba un espectáculo en la plaza del pueblo para que los lugareños pudiesen probar el gas hilarante, cuyos efectos, según afirmaba el promotor del espectáculo, garantizaban desinhibición y desenfreno. El joven Horace Wells, prometedor dentista de la localidad, y asistente al evento, quedó asombrado por los efectos del gas de la risa (que es como se conoce coloquialmente al protóxido de nitrógeno), en especial cuando observó que uno de los participantes, que bailaba y reía como un loco por el escenario, se golpeaba con dureza en la tibia al realizar un giro nada anatómico.

Wells reparó en que el sujeto siguió danzando como un poseso y que en ningún momento se quejó de dolor a pesar de que, casi con seguridad, se había fracturado la pierna, a tenor de la deformidad del miembro inferior. De pronto, tuvo una idea: ¿y si se aplica el gas de la risa antes de extraer los dientes? Pues funcionó, y en poco tiempo aumentó la clientela, ya que se convirtió en el primer dentista indoloro de la historia. Animado por este éxito, intenta anestesiar a un paciente que es intervenido en el Hospital Wells, pero fracasa: era muy obeso y no debió aplicar suficiente gas para adormecerlo.

Foto: No tengas miedo, la posibilidad de error es reducida. (iStock)

Un tiempo después, William Morton (discípulo del anterior y con más carácter empresarial) tiene más suerte: mediante la aplicación de éter consigue anular el dolor a un paciente al que se le extirpaba un tumor congénito en el cuello. Los presentes en esta primera intervención indolora (realizada por el famoso cirujano John Warren) disfrutaron del silencio sepulcral que reinaba por primera vez, en contraste con los habituales chillidos de dolor. Era el 16 de octubre de 1846 y había nacido la cirugía moderna.

La anestesia llegó para quedarse y poco a poco se aplicó en otro tipo de dolores. En 1953, John Snow (nada que ver con el bastardo de Eddard Stark) aplicó cloroformo a la reina Victoria de Inglaterra en el parto de su octavo hijo y tan encantada quedó, a diferencia de los siete anteriores, que le nombró Sir. La técnica se divulgó como la espuma entre los galenos de la época. Hoy en día, las felices mamás disponen de anestesia epidural, raquídea (o general si es preciso un alumbramiento inmediato y no da tiempo para preparativos), que reducen el dolor y el sufrimiento y permiten que la paciente tenga un recuerdo feliz. Sorprende que aún en el siglo XXI haya colectivos e individualidades que aseveren que es mejor que el niño venga produciendo fuertes dolores, como se creía en la antigüedad. “Le han puesto a parir”, decimos hoy en día, coloquialismo que proviene de una tradición espartana por la cual grupos de mujeres iban a casa de las embarazadas salidas de cuentas para discutir y reprochar lo que fuera y debido al estrés del disgusto se produjese la rotura de aguas. Por cierto, que si el bebé era varón, se creía, además, que al nacer en un ambiente hostil se forjaba su carácter.

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El segundo miedo de quien se va a operar es despertarse durante la cirugía. Un estudio americano de 2004 cifra la incidencia del llamado despertar intraoperatorio entre 0,1% y 0,2%. Eso no quiere decir que uno o dos pacientes de cada mil operados se despierten; los números en crudo no reflejan otros factores que pueden condicionar, como es el estado clínico del paciente, la edad o el procedimiento quirúrgico que se realiza. ¿Puede suceder? Todo en esta vida puede pasar. Recuerdo la anécdota de un paciente que fue intervenido del corazón de manera rutinaria para sustituirse una válvula. Para tal efecto, en quirófanos utilizamos la máquina de circulación extracorpórea (de manera coloquial, bomba de corazón-pulmón), que maneja un técnico especialista que conocemos en el gremio como perfusionista. Su uso permite derivar la sangre del paciente y parar su corazón, puesto que, de otro modo, es imposible colocar una prótesis valvular. En determinado momento, como es habitual en estas cirugías, el cirujano dio orden de entrar [en bomba] al perfusionista que ese día se llamaba Jesús y la intervención transcurrió sin sobresaltos. Días después, el paciente confesó que creyó que había estado en el cielo porque había oído cómo alguien decía: “Entra, Jesús”.

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Que el anestesista es imprescindible en cualquier cirugía lo sabe todo el mundo, menos los guionistas de Hollywood. En la película John Q, en la que James Woods hace de cirujano cardiaco, este pretende trasplantar el corazón de Denzel Washington a su propio hijo, en la sala de urgencias, sin apoyo, sin bomba de circulación extracorpórea y, por supuesto, sin anestesista. Si bien la cinta es una crítica encubierta al deleznable sistema sanitario estadounidense, la ausencia de asesoramiento médico resulta tan hilarante como el protóxido de nitrógeno. Es un ejemplo de las habituales patadas que nos dedican a los médicos los cineastas, que merecerían un capítulo independiente.

Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, le dice don Sebastián a don Hilarión en 'La verbena de la Paloma', pero eso de operar sin remangarse no existe, y tampoco resulta recomendable. Hay estudios que aseveran que hasta el 40% de las batas de los médicos están contaminadas por bacterias y a algunos les cuesta cambiarlas con periodicidad. Así que para operar, mejor sin mangas y bien lavados.

Que se mejoren.

Aunque hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, al paciente siempre le afloran dos temores en la consulta preoperatoria. El primero es el miedo a no despertarse de la anestesia. Como ya llevo en esto más años que churros vende el puesto de la calle, suelo responder con benévola sorna: “Bueno, si se muere Vd. no se preocupe que no se va a enterar de nada”. Ellos esbozan una sonrisa nerviosa (la procesión va por dentro) y no les queda otra que pronunciar el habitual “que sea lo que Dios quiera, me pongo en sus manos”.

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