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Los enemigos de la inteligencia: todas las modalidades de soberbia
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Los enemigos de la inteligencia: todas las modalidades de soberbia

Consiste en concederse más méritos de los que uno tiene. Es la trampa del amor propio, estimarse muy por encima de lo que uno vale. Es falta de humildad y, por tanto, de lucidez

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Hay tres manifestaciones psicológicas que distorsionan la percepción de la realidad y que a la larga alejan a la persona de la felicidad más auténtica. Se dan en personas con una inteligencia general bastante desarrollada, son muy comunes y más o menos todos las padecemos. Hay muchos matices entre ellas, a pesar de que tienen muchos puntos de confluencia y fronteras mal dibujadas y huidizas.

Hay una graduación de intensidad entre soberbia, orgullo y vanidad, que van de más a menos, tanto en la forma como en el contenido. Entre la soberbia y el orgullo hay matices diferenciales, aunque el ritornello que se repite es el mismo: complejo de superioridad y apetito desordenado de la propia valía. Se manifiesta como tendencia a demostrar la preeminencia y categoría que uno cree que tiene frente a la gente del entorno. Lleva a pensar que uno tiene mejor criterio que los demás y que por esto debe ser consultado y apreciado. En general, estos conceptos se manejan como sinónimos, aunque podemos espigar algunas diferencias interesantes.

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La soberbia consiste en concederse más méritos de los que uno tiene. Es la trampa del amor propio, estimarse muy por encima de lo que uno vale. Es falta de humildad y por tanto de lucidez. La soberbia es pasión desordenada sobre uno mismo. Apetito desenfrenado de la propia persona que está basado en una excesiva valoración de la propia excelencia. Visión inmoderada sobre lo que uno es y significa, que suele acompañarse de un rebajar el valor ajeno. Es fuente y origen de muchos males y es ante todo una actitud, un modo de estar frente a la realidad, un cierto adornarse a uno mismo. Sus notas más características son: prepotencia, presunción, jactancia, vanagloria, altivez, sentirse por encima de los demás. La inteligencia hace un juicio deformado de uno mismo en positivo, lo que arrastra a sentirse el centro de los que le rodean. Las cualidades se agrandan y desproporcionan; si no hay nadie que aporte algo de objetividad, un amigo verdadero, la cosa va a más y resulta devoradora.

Hay dos modalidades de soberbia. Una es vivida como pasión y que comporta un afecto físico excesivo, vehemente, ardoroso, que llega a ser tan intenso que nubla la razón, pudiendo incluso anularla e impedir que los hechos personales sean vistos con un mínimo de objetividad. La otra es como un sentimiento que cursa de forma más suave. La cabeza es aún capaz de aplicar una óptica que mida la realidad de manera más realista, aunque sea de forma intermitente o accidental. La soberbia es más intelectual que otras modalidades de autovaloración. Emerge en alguien que realmente tiene una cierta superioridad en algún plano de la vida: un ministro, un político de talla, un gran financiero, un hombre de negocios exitoso, un novelista de renombre, un reconocido abogado, etc.

Se trata de un ser humano que ha destacado en alguna faceta de forma clara, por lo que hay una base cierta. Sin embargo, el balance personal saca las cosas de quicio y pide un reconocimiento público de esos logros. Es fácil que esto suceda, por eso es bueno que la inteligencia actúe poniendo equilibrio en esa evaluación, para recibir la ayuda de los más cercanos, con tacto y mano izquierda. Esto es difícil porque con frecuencia aparece el coro de aduladores que fomenta lo contrario. En política es moneda corriente. Ante la soberbia, uno no puede ver sus defectos, que se diluyen, y flota la idea de superioridad, que impide estar más con los pies en la tierra, saber lo que uno realmente es.

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La soberbia es más cerebral, pues se da en alguien que, siendo objetivos, tiene un cierto prestigio, una brillantez reconocida, una relevancia y señorío porque sobresale en alguna faceta de la vida. Son hechos concretos de su andadura que tienen un evidente relieve que le sitúa por encima de los demás. Por eso puede ser tentado por la soberbia, no necesitando el halago de los otros. En tales circunstancias, la propia valía se abre paso en el interior y puede deslizarse hacia un permanente elogio de uno mismo, unas veces de forma evidente y otras de modo más insidioso y desdibujado.

La soberbia es más interior y privada. Pero se observa desde fuera como una atmósfera grandiosa que esa persona crea a su alrededor y que no se muestra de forma clara, sino a través de sus máscaras: arrogancia, altanería, tono despectivo hacia los demás, con vetas de desprecio, desconsideración, frialdad en el trato, distancia gélida, impertinencia e incluso tendencia a humillar. Es una secuencia de conductas que producen un marcado rechazo al que está enfrente. Hay una sintonía al revés, una repulsa que invita al alejamiento, una reacción de rebote, de apartarse de su compañía. Otras veces, esas máscaras son de una insolencia cínica, mordaz, con un retintín maléfico y crítico hacia personajes de cierto nivel. Esto provoca un rechazo frontal. En los casos algo más leves baja la hoguera del engreimiento y entonces la relación personal se hace más soportable.

Mientras la soberbia es más cerebral, el orgullo es más emocional. Consiste en una alta opinión de uno mismo que aparece como una superioridad y aire de grandeza extraordinarios, pero que puede ser más lícito y hasta respetable. Hay dos tipos de orgullo. Uno, el positivo: el orgullo de ser padre, de ser andaluz, de pertenecer a una asociación defensora de los animales, de formar parte del cuerpo notarial, de haber servido al país en cargos públicos, de ser buen médico… También es una forma de hablar, un lenguaje que exalta un tipo de vida presente o pasado y que mezcla hechos e intenciones. Todo ello entra dentro de los límites normales. Podría encuadrarse en el reconocimiento de una labor bien hecha, en causas nobles y de evidente valor. Otro es el orgullo negativo, que se da cuando sobre una base más o menos clara, esa persona monta una conducta de exaltación de sí misma en donde la emotividad toma las riendas. Tiene menos nivel que la soberbia, es más suave y los que están alrededor lo llevan mejor. No suele llegar a ser vivido como una actitud, sino que se reactiva ante ciertos estímulos exteriores.

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La vanidad se refiere a una persona que vive de la apariencia, de cara al exterior, dando una imagen muy positiva que realmente no se ajusta a la realidad. La soberbia es concéntrica, la vanidad es excéntrica. La primera tiene su centro de gravedad dentro de la persona, en los territorios profundos de la arqueología íntima. La segunda es más periférica, se instala en los aledaños de la ciudadela interior. La soberbia es subterránea. Mientras que la vanidad está en la pleamar del comportamiento: asoma y busca mostrarse. En la soberbia hay una enfermedad en el modo de estimarse uno a sí mismo, en una pasión que tiene sus raíces en los sótanos de la personalidad, en el cuarto de máquinas, donde arranca por exceso de autoestima. En la vanidad, la estimación exagerada viene de fuera y se acrecienta en el elogio, la adulación, el halago, la coba más o menos obsequiosa, que lleva a dilatar alguna faceta externa y que de verdad tiene un fondo falso, porque no contempla más que un segmento de su persona.

En la soberbia y en la vanidad hay una sublevación del amor propio, que pide un reconocimiento general. La primera es mucho más fuerte y grave porque suele añadir la dificultad para descubrir los propios defectos en una cierta justa medida, ya que lo positivo se percibe que lo abarca todo. Se maximizan lo positivo y lo logrado, mientras que se minimizan lo negativo y los fallos. En la segunda, en la vanidad, todo es más ilusorio y fugaz, se refiere más a la fachada de la persona y es una forma ridícula del amor propio: es la vanagloria, una gloria con poco fundamento. Por eso es más suave y liviana que la primera. Casi nadie escapa de la vanidad, antes o después. Nos pasa a todos y es bueno tener cerca a alguien que nos ayude a corregirla, que nos llame la atención para escapar de esa red necia, burlesca, esperpéntica… Pues si nos miramos a fondo y con espíritu crítico, nos damos cuenta de que no tiene sentido ese sentimiento de echarnos flores sobre nosotros mismos.

Hay tres manifestaciones psicológicas que distorsionan la percepción de la realidad y que a la larga alejan a la persona de la felicidad más auténtica. Se dan en personas con una inteligencia general bastante desarrollada, son muy comunes y más o menos todos las padecemos. Hay muchos matices entre ellas, a pesar de que tienen muchos puntos de confluencia y fronteras mal dibujadas y huidizas.

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