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El frágil tesoro de la discapacidad
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El frágil tesoro de la discapacidad

Hoy se celebra el Día Internacional de las Personas con Discapacidad con el objetivo de promover sus derechos y bienestar en todos los ámbitos de la sociedad

Foto: Campus de baloncesto inclusivo de la Fundación Club Baloncesto Canarias. (EFE/Alberto Valdés)
Campus de baloncesto inclusivo de la Fundación Club Baloncesto Canarias. (EFE/Alberto Valdés)

Nunca hemos encontrado la palabra adecuada para definir a aquellas personas que presentan –nunca por elección propia– una limitación en una o en muchas capacidades, sea lo que fuere “tener capacidades”. En un afán por no usar palabras que puedan herir, en ocasiones los hemos hecho invisibles. Y, sin embargo, son la realidad más palpable que viven ¡todos los días! muchos de nuestros congéneres y sus familias.

Con los datos de la Encuesta de discapacidad, autonomía personal y situaciones de dependencia de 2020, un total de 4,38 millones de personas de 6 o más años (94,9 de cada mil habitantes) afirmaron tener algún tipo de discapacidad. Los problemas de movilidad fueron el tipo de discapacidad más frecuente. Hay que añadir a otros 65.000 de entre 2 y 6 años con algún tipo de limitación. Y eso, sin considerar a los que sin razón de enfermedad la sociedad excluye: 28.552 personas sin hogar, según los datos del INE para 2022.

Cuando recibimos un paquete y en el embalaje pone “frágil” o “manejar con cuidado”, inmediatamente asociamos esa advertencia a que su contenido es valioso y debemos tratarlo con el cuidado exquisito que merece. Sin embargo, cuando hablamos de las personas, hacemos la equivalencia de que “frágil” significa solamente “vulnerable” y, por tanto, con signos de debilidad, de peor calidad. ¡Qué paradoja!

Una sociedad es más valiosa y más humana cuando pone su foco en atender las necesidades de las personas más vulnerables, por razón de enfermedad, edad o por sus limitados recursos económicos. Hablamos de una preocupación real, y no solo de un gesto de apariencia.

No se trata de que haya plazas para minusválidos en los aparcamientos, sino también de que no las ocupe injustamente quien no debiera o no estacionar sobre un paso de cebra que se convierte en barrera arquitectónica prescindible.

No consiste solo en que el autobús cuente con una plataforma deslizante para subir o bajar una silla, sino que el conductor espere si una persona con movilidad reducida no consigue llegar a tiempo cuando abre sus puertas en la parada.

Unos pocos y sus familias llevan sobre sus hombros toda la carga de la finitud de la naturaleza humana que le corresponde a toda la sociedad. No fue por decisión propia: les tocó. ¡Qué menos que aquellos que tuvimos posibilidad de elegir –ser esto o lo otro, vivir aquí o allí, trabajar en esto o en aquello…– ayudemos a compartir esas cargas con los demás!

Durante mis muchos años de profesión como pediatra he tenido la inmensa suerte de compartir camino con muchos de estos niños con alguna discapacidad y con sus familias. De todos he aprendido. He recibido mucho más que lo que he podido dar.

Las sonrisas más grandes las he visto en la cara de los niños con parálisis cerebral. Los abrazos más sentidos, los de un niño o una niña con síndrome de Down. Las miradas más compasivas, las de los padres de una niña con grave discapacidad intelectual…. Sí. También he visto lágrimas en unos cuantos rostros, pero muchas menos de las que seguro que brotan de sus ojos –su propia dignidad y un sano pudor las ocultan–, en la mayoría de ocasiones no por las acciones de sus hijas o de sus hijos. La mayor parte de las veces, por la incomprensión de aquellos que no tienen ninguna limitación, incluidos quienes trabajamos por su salud. Incluso alguna mirada juzgadora que reprocha su existencia. Son los padres de esos hijos, tantas veces con vidas muy recortadas, los que me siguen llamando en Navidad para felicitarme las fiestas o para preguntar cómo estoy o cómo están los míos.

Cada vez me ratifico más al pensar que esos niños sí que son afortunados. No les falta lo más importante y lo único que no se puede comprar: el cariño, el amor. La peor enfermedad es que nadie te quiera. Que no le importes a nadie. Lamentablemente, eso se ve en primer plano cuando ingresa en el hospital un niño maltratado.

Llega el tiempo de la Navidad y de regalos. Hay presentes de carne y hueso a los que siempre tenemos entre nosotros. Paremos. Miremos. Ellas y ellos ponen en tensión a la sociedad y la aquilatan en su justa medida. Esas personas y sus familias llevan también etiqueta: “frágil”, “manejar con cuidado”. Y, aunque no lo parezcan, son nuestro mejor tesoro.

El Dr. José Manuel Moreno Villares es director del Departamento de Pediatría de la Clínica Universidad de Navarra (CUN).

Nunca hemos encontrado la palabra adecuada para definir a aquellas personas que presentan –nunca por elección propia– una limitación en una o en muchas capacidades, sea lo que fuere “tener capacidades”. En un afán por no usar palabras que puedan herir, en ocasiones los hemos hecho invisibles. Y, sin embargo, son la realidad más palpable que viven ¡todos los días! muchos de nuestros congéneres y sus familias.

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