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'¡Viven!': la antropofagia por necesidad
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'¡Viven!': la antropofagia por necesidad

El estreno de la película de J. A. Bayona nos ha recordado la tragedia de los Andes y las dramáticas decisiones que tomaron los supervivientes del accidente aéreo. No es la primera vez que un ser humano se ve obligado a esto

Foto: Un momento de la película 'La sociedad de la nieve'. (Netflix)
Un momento de la película 'La sociedad de la nieve'. (Netflix)

Estaba aún en el colegio cuando un compañero me contó la tragedia de los Andes. Tenía él un libro en casa que relataba la historia y decía que me lo prestaba si estaba interesado. Le dije que sí, y me lo trajo al día siguiente. No pude evitar hojearlo en clase y tanto me enganchó que acabé leyéndolo a escondidas mientras aparentaba seguir las explicaciones. Cuando llegué a casa por la tarde ya solo me quedaban unas hojas para acabar. El libro se titulaba ¡Viven! Había sido escrito por Piers Paul Read en 1974, y trataba sobre el accidente de un avión con cuarenta y cinco ocupantes en la cordillera de los Andes. Dieciséis de los supervivientes, dados por muertos, lograban subsistir 72 días alimentándose de los cuerpos de los fallecidos.

Nosotros, los de la generación preinternet, solo veíamos las películas en las salas de cine, así que esperábamos pacientemente las adaptaciones cinematográficas de las novelas. En el caso de ¡Viven!, no llegó hasta el año 1993, diecinueve años después de la tragedia. Y el resultado fue un fiasco. Los actores no eran creíbles y el argumento no se ceñía a la realidad. En especial, resultaba absurda una escena en la que los supervivientes, con rostros demasiado saludables como para representar tal tragedia, celebraban un cumpleaños con una alegría que resultaba burda y ficticia. Como colofón, se omitía al final de la película la increíble historia del pastor que cabalgó sin descanso ochenta kilómetros para dar aviso a las autoridades.

El pastor se llamaba Sergio Catalán y fue quien encontró a Roberto Canessa y Fernando Parrado, dos de los muchachos. Ambos se habían separado del grupo principal para buscar ayuda y caminaron 38 kilómetros a través de montañas durante diez días hasta encontrarse con el pastor. Realizaron la travesía sin equipamiento para las bajas temperaturas y en unas condiciones físicas deplorables. Pero lograron la hazaña y consiguieron que el rescate encontrase los restos del avión donde aún estaban sus compañeros.

"Tengo un ejemplar de segunda mano de '¡Viven!' editado en 1975. Se ve a tres de los muchachos en los restos del fuselaje"

¡Vivían! La noticia dio la vuelta al mundo como la pólvora. Seis días después del rescate, los supervivientes celebraron una multitudinaria rueda de prensa. Las preguntas de los atónitos periodistas se dirigieron en un sentido en concreto: ¿cómo Canessa y Parrado habían logrado caminar aquella distancia en tales condiciones físicas?, ¿de qué se había alimentado el grupo durante más de dos meses? La respuesta fue inmediata y sin titubeos. Pancho Delgado, otro de los supervivientes, declaró que había sido “una comunión íntima entre todos nosotros”. Aunque la mayor parte de la sociedad entendió la motivación y las circunstancias que les indujeron a alimentarse de los fallecidos, otros se escandalizaron o, peor, encontraron un filón para potenciar el morbo.

El ser humano se siente atraído por lo escabroso y, aunque una situación le asquee, no puede evitar sentir cierto placer. “Como tirarse un pedo en la cama y meter la cabeza para olerlo”, que decía un anestesista que yo conocí. Con los supervivientes de los Andes no fue para menos. Los medios de comunicación se hartaron de publicar noticias sensacionalistas, como el periódico chileno El Mercurio, que sacó en primera plana una foto de una pierna a medio comer, o como otro diario amarillista donde se titulaba: “Que Dios los perdone”. Un texto que daba a entender que “los fuertes habían matado a los débiles para alimentarse”. Cuatro años después de la tragedia, se estrenó la película mexicana Supervivientes de los Andes, rodeada de una gran polémica puesto que los verdaderos protagonistas la consideraban morbosa y carente de rigor, y solo orientada a mostrar de manera explícita el acto de comer carne humana.

En aquella época ya se sabía de la existencia de canibalismo, pero nuestra sociedad lo consideraba como algo exótico, lejano, propio de pueblos asentados en las antípodas que mantenían ancestrales tradiciones. Y muchos no entendieron y rechazaron que unos muchachos se hubieran comido a sus semejantes para sobrevivir, algo considerado como propio de tribus salvajes aisladas con una moral propia. ¿No podríamos decir lo mismo de un grupo de supervivientes, aislados del mundo civilizado, que se organiza y pasa a tener sus propias leyes y moralidad? Decía Rafael Chirbes en sus Diarios que “exótico es un adjetivo para el uso de ignorantes cargados de vanidad”, y no le falta razón. ¿No seremos nosotros exóticos para aquellos a los que llamamos exóticos? ¿Quién determina la medida del exotismo tolerable?

placeholder Un momento de la película 'La sociedad de la nieve'. (Netflix)
Un momento de la película 'La sociedad de la nieve'. (Netflix)

La antropofagia es el acto de ingerir carne humana, y el canibalismo, el de comerse a un miembro de la misma especie. Resultan sinónimos si se aplican a un humano, aunque los términos no significan lo mismo. El canibalismo ha existido siempre, como demuestra la historia de la humanidad. En 1884, un velero zarpó de Gran Bretaña con destino a Australia. Cerca del cabo de Buena Esperanza naufragó y los cuatro tripulantes quedaron a la deriva en un bote salvavidas. El hambre y la sed se volvieron insoportables y el capitán acabó sacrificando al más joven, que se encontraba enfermo por haber bebido agua de mar. Cinco días después fueron rescatados. Se les sentenció a la pena de muerte, pero luego les fue concedido el indulto y quedaron en libertad. ¿Justo o injusto?

Hace tan solo once años, un pescador sobrevivió a la deriva más de un año. Según contó cuando fue rescatado, había zarpado con un compañero para dos días de faena, hasta que una fuerte tormenta los alejó mar adentro y los dejó a la deriva. Se alimentaron de peces y aves y bebieron sangre de tortuga y de orina, pero, y siempre según su versión, su compañero falleció, y se vio obligado a arrojar su cuerpo por la borda. La familia del muerto interpuso una demanda por canibalismo contra el superviviente. ¿Puede alguien sobrevivir con peces, orina y sangre de tortuga durante trece meses?

También ha habido ciudades sitiadas por la guerra donde se ha recurrido a la antropofagia. Y no es preciso retrotraerse mucho en el tiempo para encontrar ejemplos. En la Segunda Guerra Mundial, Leningrado, la conocida como “la Venecia de Rusia”, sufrió uno de los más grandes asedios de la historia. Duró tres años y causó la muerte de 750.000 personas. Al principio del sitio, sus ciudadanos hambrientos se comieron los perros y los gatos. Después fueron las ratas y, cuando no hubo más remedio, los cuerpos congelados de los familiares fallecidos con los que convivían en las casas.

El tratamiento de la historia de los Andes que se hizo al principio por parte de los medios es un ejemplo de la sociedad en la que vivimos: más ávida de sensacionalismo que de ejemplos de superación personal. Frederic Larsan me contó un día que, estando de servicio en la ambulancia, acudieron a un accidente de tráfico terrible. Entre todos los curiosos que se arremolinaban, había un hombre con un niño pequeño en brazos.

placeholder 'La balsa de la medusa', de Théodore Géricault.
'La balsa de la medusa', de Théodore Géricault.

El técnico sanitario que estaba trabajando con Larsan se acercó a aquel padre a recriminarle que estuviera observando la tragedia, y encima obligando a su hijo a hacer lo mismo. “Qué cojones tienes que decirme tú -le respondió este-. Además, tiene que aprender lo que es la vida”. Pues así debió ser: el crío debió aprenderlo gracias a su padre, que, como tantos otros, no solo coqueteaba con el morbo, sino que lo consideraba normal.

A lo largo de todos estos años transcurridos desde la tragedia, tanto Roberto Canessa como Fernando Parrado (al igual que otros integrantes del grupo) han dedicado mucho de su tiempo a contar su experiencia vital en todo el mundo. No es para menos. Si bien la antropofagia es el tema recurrente de alguna de las preguntas, ellos responden con naturalidad. También hablan de la superación personal y la capacidad de sobrevivir que todos llevamos dentro (y que desconocemos hasta que no nos queda otra). Parrado es empresario, presentador y productor de televisión. Canessa, que era estudiante de Medicina en el momento del accidente, es hoy en día un reputado cardiólogo especializado en cardiopatías congénitas y vicepresidente de la Fundación Corazoncitos, dedicada a la ayuda de niños con afecciones cardiacas desde el nacimiento.

Hace unos meses, cuando supe que se estrenaba la película La sociedad de la nieve, viejas sensaciones se revolvieron dentro de mí, así que se me ocurrió escribir a Roberto Canessa a su página personal. Siendo como es compañero de profesión, fantaseé con entrevistarme con él, contarle lo mucho que me impresionó de niño su historia y cómo me había emocionado su entereza para caminar diez días por la montañas junto a Parrado. No era mi intención enfocar la conversación hacia el tema de la antropofagia, sino que me respondiese a una cuestión que me martillea la cabeza desde que leí ¡Viven!: ¿es posible tener dentro de uno mismo una capacidad de lucha tan grande y no ceder a la tentación de dejarse morir? No he recibido aún respuesta por su parte y, para ser franco, no creo que la tenga. Estoy convencido de que una persona como él recibe miles de propuestas e invitaciones a diario, y que estas se han multiplicado exponencialmente desde el estreno de la película de Juan Antonio Bayona. Y son más interesantes que la mía, seguro.

Foto: Un momento de la película 'La sociedad de la nieve' (Netflix)

Hoy en día, las plataformas digitales te permiten echar un vistazo a las películas que se estrenan como el que hojea un libro en una librería (maniobra muy útil para descartar muchas de ellas de un plumazo). El otro día ojeé La sociedad de la nieve a ver qué sensaciones me producía, y justo caí en la escena del accidente, que por cierto había oído que estaba muy lograda. Y, en efecto, ahí se ve desintegrarse el fuselaje de la cola del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya y cómo unos viajeros salen despedidos y luego cómo los cuerpos de los restantes se aplastan unos contra otros a consecuencia del impacto. También resulta de un realismo insoportable comprobar cómo sus piernas se doblan en ángulos imposibles y cómo afloran a la superficie vísceras y huesos rotos. ¡Ay, no! Demasiada autenticidad para mí. Creo que me quedo con mis impresiones extraídas en aquella primera lectura clandestina en clase, con el libro encima de las rodillas, con aquellas fotos en blanco y negro tan reales incluidas en el texto.

Tengo un ejemplar de segunda mano de ¡Viven! editado en 1975. En la contraportada hay una foto en la que se ve a tres de los muchachos en los restos del fuselaje. Llama la atención una bolsa de deporte de una marca conocida que parece colocada ex profeso para la foto, como si estuviera en un escaparate de una tienda de deportes. Blanca, inmaculada, con un formato que ahora nos parece tan vintage como elegante y con la tipografía habitual de la marca en aquella época.

Descubro, al ojear la película de Bayona, que ha recreado esa fotografía: también aparece una bolsa de deporte, de la misma marca y color, y está colocada en el mismo sitio. Pero, para mí, no es igual a la verdadera. Porque no es la misma. Y como sé que no lo es, y sí es la de la foto, me hace pensar que todo lo demás tampoco será totalmente real, y que lo que se recree en cualquier película nunca podrá recrear a la perfección el sufrimiento real de aquel grupo en los Andes. Pero esto es solo una reflexión personal: las críticas avalan a La sociedad de la nieve, que la consideran fiel y respetuosa; me consta gracias al currículum y el buen hacer habitual de su director.

Que se mejoren.

Estaba aún en el colegio cuando un compañero me contó la tragedia de los Andes. Tenía él un libro en casa que relataba la historia y decía que me lo prestaba si estaba interesado. Le dije que sí, y me lo trajo al día siguiente. No pude evitar hojearlo en clase y tanto me enganchó que acabé leyéndolo a escondidas mientras aparentaba seguir las explicaciones. Cuando llegué a casa por la tarde ya solo me quedaban unas hojas para acabar. El libro se titulaba ¡Viven! Había sido escrito por Piers Paul Read en 1974, y trataba sobre el accidente de un avión con cuarenta y cinco ocupantes en la cordillera de los Andes. Dieciséis de los supervivientes, dados por muertos, lograban subsistir 72 días alimentándose de los cuerpos de los fallecidos.

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