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Las guerras mejoran la salud: las innovaciones que vinieron de la mano de los conflictos
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'¿QUÉ ME PASA, DOCTOR?'

Las guerras mejoran la salud: las innovaciones que vinieron de la mano de los conflictos

Aunque resulte paradójico, los enfrentamientos bélicos favorecen el desarrollo de nuevos tratamientos y técnicas quirúrgicas. Un ejemplo más de la estupidez humana

Foto: Foto: iStock.
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Afirmo que las guerras mejoran la salud (y no me ha dado un jamacuco, ni se trata de una estrategia de clickbait). Cada vez estoy más convencido de que el ser humano es estúpido, y que esa estupidez se acrecienta en aquellos ególatras que ostentan el poder y que son los que acaban apretando el botón nuclear. Pero ya me estoy desviando del tema. Las guerras permiten el desarrollo de innovaciones médicas como consecuencia del aumento súbito de pacientes, y esta circunstancia agudiza el ingenio del médico, que se ve obligado a innovar sobre la marcha.

Si bien, en nuestros días, la guerra se hace cómodamente con drones, misiles teledirigidos, etc, en la antigüedad se combatía cuerpo a cuerpo. Los ejércitos más voluminosos aplastaban al enemigo para ganar las batallas, independientemente de la táctica utilizada (si bien es cierto que hay victorias de ejércitos pequeños cuyas estrategias se estudian hoy en las academias militares).

El cuidado de las heridas de combate es tan antiguo como la propia guerra. Los egipcios tenían una medicina sofisticada y altamente especializada, y ya realizaban la fijación de fracturas y cauterizaban el sangrado en el campo de batalla. Los griegos también aplicaban tratamientos médicos a los heridos puesto que tenían una tradición médica muy arraigada. Los romanos iban más allá y, además de sus tratamientos de heridas en el frente, diseñaban campamentos con el cuidado de colocar las letrinas río abajo para garantizar la higiene. También contaban con agua corriente y se cree que tenían un sistema individual de evacuación de heridos dentro de cada legión.

En el siglo XVI, el barbero-cirujano Ambroise Paré estuvo al servicio de cinco reyes de Francia como cirujano de campo de batalla. Tuvo mucho éxito utilizando el antiguo remedio romano de aplicar trementina en las heridas, y también empezó a ligar las arterias que sangraban en vez de quemarlas con un hierro candente. En 1545 publicó El método de curar heridas causadas por arcabuces y armas de fuego, que fue citado durante siglos por otros colegas. Dos siglos después, Jean Louis Petit inventó el torniquete, y Pierre-Joseph Desault, quien puede considerarse el padre de la traumatología, describió un método de desbridamiento de heridas, y también diseñó un sistema de amputación que sustituyó a todo lo concebido hasta entonces.

Foto: Leonid Rógozov, realizándose una apendicectomía en la Antártida.
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En época napoleónica, un médico militar francés llamado Dominique-Jean Larrey (1766-1842) se percató de la mala organización de la asistencia médica en el frente. Muchos de los heridos no eran rescatados a tiempo y fallecían bajo el fuego cruzado de la contienda. Para evitarlo, ideó un sistema de carros de caballos, blindados en el interior, que permitían sacar al herido del frente y llevarlo con prontitud al hospital de campaña, donde era operado en las siguientes 24 horas. Este sistema se utilizó por primera vez en julio de 1793, durante el sitio de Maguncia, y la historia cuenta que ayudó "a salvar a muchos valientes defensores de Francia". Larrey también puso en práctica un método de clasificación de los soldados heridos, para que fueran atendidos con mayor o menor rapidez. Si bien este sistema ya existía, lo utilizó por primera vez en función de la gravedad de las heridas, y no según el rango militar o la clase social. Hoy en día se le reconoce como el inventor de la ambulancia y el padre del sistema de triaje que se utiliza en la actualidad en las urgencias de nuestros hospitales.

Con el devenir de los años, los militares se dieron cuenta de que las heridas de guerra no eran el único problema en el frente, también estaba la propia enfermedad de los soldados. En la guerra de Secesión americana (1861-1865), los campamentos insalubres y la mala nutrición producían la aparición de brotes de disentería, que provocaban más víctimas que el propio enemigo. El número de fallecidos superó con creces el medio millón, cifra que impulsó el crecimiento de hospitales militares en Norteamérica y la creación de planes de saneamiento. En Europa sucedía tres cuartos de lo mismo: los soldados no solo fallecían a consecuencia de las heridas de guerra, sino también por el escorbuto, el tifus, la fiebre tifoidea, el cólera y la propia disentería, por lo que se promovieron avances en cuestiones de higiene en los barracones.

El descubrimiento de la anestesia, de la asepsia [procedimientos y técnicas dirigidos a evitar la presencia de microorganismos] y los antibióticos redujeron también la mortalidad del frente. Los soldados disponían ahora de agua limpia, instalaciones para el aseo y despioje, y eran vacunados frente a la viruela y al tétanos. También se comenzó a movilizar a la mayoría de los médicos en activo para ir al frente a tratar a los heridos. Aunque los resultados fueron significativos, algunas enfermedades fueron imposibles de erradicar, como la sífilis, o como el llamado "pie de trinchera", una afección que producía la gangrena de las piernas de los soldados, hundidas hasta la rodilla en el agua sucia de las trincheras.

Las innovaciones en las guerras mundiales

La Primera Guerra Mundial produjo novedades en medicina y cirugía que también encontraron su utilidad en la práctica civil. La Revolución Industrial introdujo poderosos cañones y otras armas de destrucción a distancia y aumentó más, si cabe, el número de soldados fallecidos en ambos bandos. El número de bajas era muy alto y las heridas más destructivas todavía. Ante tanta mutilación, se inició el desarrollo de la que hoy conocemos como cirugía reconstructiva (en especial, en heridas faciales), que fue impulsada por el otorrinolaringólogo sir Harold Gillies (a quien hoy se considera como el padre de la cirugía plástica). De forma paralela, se empezaron a utilizar las transfusiones de sangre, gracias al médico argentino Louis Agote, quien descubrió la capacidad anticoagulante del citrato. Fueron creados bancos de sangre que permitieron que muchos se salvaran de morir desangrados. También la famosa Marie Curie puso su sabiduría a disposición de los heridos de guerra creando unidades móviles de radiografía. Eran conocidas como los "Petites Curie" y permitían a los cirujanos localizar la metralla para que fuera extraída con garantías.

Pero la novedad médica más extraordinaria de la Gran Guerra se produjo gracias al gas mostaza, que fue utilizado por primera vez contra los ingleses que combatían en Bélgica en julio de 1917, y que se llevó por delante a más de dos mil soldados. Al finalizar la contienda, el matrimonio de patólogos Helen y Edward Krumbhaar estudiaron a los supervivientes y descubrieron que muchos de ellos no tenían defensas contra virus o bacterias porque su médula ósea había dejado de producir células sanguíneas. Gracias a este descubrimiento se sentaron las bases de lo que hoy en día conocemos como quimioterapia [la inhibición del crecimiento de células tumorales].

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Como no podía ser de otro modo, la Segunda Guerra Mundial trajo, también, tanta destrucción como innovación en el campo de la medicina. Las quemaduras eran frecuentes como consecuencia de explosiones y grandes incendios, y las víctimas sobrevivían, pero fallecían por infecciones. El cirujano Archibald McIndoe comenzó a tratar las heridas con baños de solución salina y practicó nuevos métodos consistentes en la implantación de injertos de piel sana del propio paciente en la zona dañada, que luego, de forma progresiva, recortaba para dar forma. Su trabajo mejoró la tasa de supervivencia y la calidad de vida. Por otro lado, Dwight Harken, cirujano de la Armada estadounidense (considerado uno de los padres de la cirugía cardiaca), llegó a extraer proyectiles en el corazón y sus alrededores en más de ciento treinta pacientes, con una supervivencia del cien por cien.

Después del ataque sobre Pearl Harbour, el químico Harry Coover, trabajador de la empresa Kodak, investigaba para crear un visor transparente para las armas de fuego. Experimentando con polímeros plásticos, encontró una sustancia muy pegajosa, pero que no servía para sus propósitos bélicos. Más de diez años después, la sustancia fue comercializada por su potente capacidad para unir superficies de forma duradera e inmediata. Se trataba del cianoacrilato, y su nombre comercial: SuperGlue. Era tal su capacidad de pegar rápido lo que fuese que comenzaron a usarlo en la guerra de Vietnam para cerrar las heridas de combate. De fácil e inmediata aplicación, pasó a ser indispensable en los botiquines de los sanitarios que lo aplicaban en forma de espray, en vez de tener que efectuar una farragosa sutura quirúrgica en medio de la batalla. Se ha descrito que la utilización del SuperGlue permitió reducir a menos del 1% la mortalidad de los soldados evacuados con heridas abiertas. Hoy en día está comercializado para su uso en quirófano y puede sustituir otras formas de cierre de heridas quirúrgicas (aunque no es muy popular). Hay personas que usan este pegamento con los mismos fines cuando sufren cortes domésticos, pero, aun con los antecedentes comentados, no se recomienda por su toxicidad e irritabilidad para la piel y para los ojos.

Foto: El Dr. Walter Freeman y el Dr. James W. Watts, frente a una radiografía tras un tratamiento psicoquirúrgico.

En definitiva, son muchas las mejoras en la medicina actual que han surgido como consecuencia del sufrimiento y de la destrucción. Como dice el ínclito Fredy Larsan, "los conflictos son siempre debidos a cuestiones económicas, religiosas o amatorias, y siempre acaban afectando al eslabón más débil de la cadena". Se trata, supongo yo, de "hacer de la necesidad virtud", un aforismo popular que hace alusión a la resiliencia que se le presupone al ser humano, pero que suena hipócrita si tenemos en cuenta que es él mismo quien lleva sus conflictos hasta las últimas consecuencias.

Paz y amor. Que se mejoren.

Afirmo que las guerras mejoran la salud (y no me ha dado un jamacuco, ni se trata de una estrategia de clickbait). Cada vez estoy más convencido de que el ser humano es estúpido, y que esa estupidez se acrecienta en aquellos ególatras que ostentan el poder y que son los que acaban apretando el botón nuclear. Pero ya me estoy desviando del tema. Las guerras permiten el desarrollo de innovaciones médicas como consecuencia del aumento súbito de pacientes, y esta circunstancia agudiza el ingenio del médico, que se ve obligado a innovar sobre la marcha.

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