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Diario de una pandemia: los recuerdos de un día como hoy, hace justo cuatro años
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'¿QUÉ ME PASA, DOCTOR?'

Diario de una pandemia: los recuerdos de un día como hoy, hace justo cuatro años

Estos son los recuerdos que plasmé del 16 de marzo de 2020, un día que arrancaba sin tráfico, ni transeúntes, ni un alma por la calle. La escena parecía una distopía y me generó miedo

Foto: Médicos y sanitarios en plena pandemia de covid-19. (EFE/Ángel Medina G.)
Médicos y sanitarios en plena pandemia de covid-19. (EFE/Ángel Medina G.)

Hace justo cuatro años. Es lunes y salgo por la mañana para ir a trabajar como todos los días. Pero hoy no hay ni tráfico ni transeúntes. Ni un alma por la calle. La escena parece una distopía y me genera miedo. En el semáforo de la plaza de España miro hacia la Gran Vía y la veo desierta, como en aquella famosa escena de Abre los ojos donde un descentrado Eduardo Noriega camina sin entender por qué todo el mundo ha desaparecido. Este lunes pasa lo mismo: es el primer día laborable del estado de alarma y la capital está vacía y sin vida. El cielo es gris y el aire parece más puro gracias a que la contaminación se ha reducido. Aire con más calidad, pero contaminado por el coronavirus. Se pone verde. No hay coches y consigo circular de forma fluida, como si fuera la madrugada de un domingo. Llego al hospital en tiempo récord.

Accedo al parking sin dificultad, también un hecho inusual puesto que lo normal es una cola interminable de vehículos. Pero hoy, a estas horas, no hay problemas: se han suspendido las consultas y las cirugías programadas, y las visitas a los familiares ingresados están prohibidas. No se permite salir del domicilio a no ser que tus funciones sean imprescindibles, como es el caso del personal sanitario. Así que solo están los coches de los que venimos a trabajar. En nuestro hospital solo funciona el servicio de urgencias y está a tope porque no dejan de acudir, de día y de noche, pacientes con coronavirus y dificultad respiratoria grave. Consigo aparcar a la primera. Antes de quitar la llave del contacto, inspiro profundo y me insuflo valor para el día que me espera. Me doy cuenta de que he llevado la radio apagada todo el trayecto. Estoy saturado de las cifras de muertos, las curvas de contagio, los consejos de los contertulios y las opiniones de los periodistas polarizados. Me generan preocupación y malestar, y aumentan la tensión en la población. No tienen ni idea de lo que hablan. Si ellos supieran.

Durante la pandemia, todos los profesionales sanitarios hemos sido reubicados según nuestras capacitaciones y experiencia. Yo he decidido trabajar en la UCI, puesto que tengo experiencia en ese ámbito. La verdad es que no me ha resultado difícil tomar tal decisión. Desde que se inició el confinamiento he tenido claro que no me iba a quedar en casa y que, de una manera u otra, había que arrimar el hombro. En el vestuario reina un silencio tenso. Nos cambiamos sin mediar palabra y cada uno va a su lugar después de desearnos suerte.

En la UCI huele demasiado a desinfectante y no es normal. Se mete por la boca y por las narices, y se queda ahí todo el día. Tampoco es habitual que el pasillo esté lleno de mesas improvisadas donde se acumulan cajas de mascarillas, gorros, guantes, delantales, patucos o gafas de seguridad. O que de las paredes cuelguen monos EPI como si se tratase de un ejército inanimado a la espera de que alguien le dé vida metiéndose dentro. Reina un silencio preocupante y anormal. Siento ganas de volverme a casa, pero no lo voy a hacer. Es mi obligación estar ahí porque alguien tiene que hacer este trabajo. Todos tenemos miedo de enfermar, pero, sobre todo, no queremos llevar el virus a casa y contaminar a nuestras familias. El ambiente está cargado y se nota la presión. En circunstancias normales, a estas horas, se nota el bullicio del cambio de turno. Pero desde la pandemia todo se cuenta en voz baja. Reina el miedo y la tristeza.

placeholder Rafael Hernández-Estefanía trabajando durante el estado de alarma.
Rafael Hernández-Estefanía trabajando durante el estado de alarma.

Los médicos nos juntamos alrededor de una mesa y los del turno anterior nos cuentan cómo ha ido la noche. Hay tantos pacientes (se ha duplicado la cantidad de camas debido a la demanda) que tardan una hora y media en explicar la evolución de todos ellos, que, en realidad, es la misma para todos: mala o muy mala. Para resumir: todos los enfermos ingresados en UCI son covid-19, y todos son un calco exacto unos de otros: no entra oxígeno en su organismo porque sus pulmones no funcionan. Para ser más gráfico: si un pulmón saludable es como una esponja de baño, uno enfermo por el coronavirus es como una piedra pómez. La mayoría de ellos están conectados al respirador mecánico, y los pocos que no lo están, o están a punto de ser intubados, o se les ha podido desconectar de la máquina, pero aún siguen con una dificultad respiratoria importante. A muchos de ellos, aun conectados a respiración artificial, nos resulta difícil conseguir que les entre el oxígeno.

La mayor parte de los pacientes están yendo muy mal y no sabemos ni cómo tratarlos, ni qué medicamentos darles. Los médicos no somos como el Dr. House, que es experto en todos los tratamientos de todas las enfermedades, así que, cuando no sabemos, acudimos a los libros o preguntamos a otros compañeros de nuestro propio hospital o de otros centros. En este caso, no hay respuestas para el coronavirus porque nadie en el mundo sabe cómo tratar a los que están graves en la UCI. Resulta frustrante y, lo que es peor, nos produce miedo, porque ninguno de nosotros, como médicos, hemos vivido una situación similar. Se están ensayando, a nivel mundial, diversas terapias que, en este o en aquel país, parecen ofrecer resultados esperanzadores y las intentamos aplicar. Nos informamos en todo momento gracias a internet o, incluso, a través del WhatsApp, donde se han creados grupos de trabajo para intercambiar información de forma inmediata. Las reuniones entre los jefes de las unidades y de los directores médicos con los responsables ministeriales mediante videoconferencia son constantes. Pero todo parece infructuoso. No aparece ningún tratamiento o fármaco que parezca remitir la tendencia y los pacientes graves acaban falleciendo.

Es desesperante. Todos los enfermos parecen el mismo, y los días se repiten una y otra vez sin que veamos diferencias ni mejoría. Hace mucho que no hay altas en la UCI y las camas que quedan vacías es porque su ocupante ha fallecido. Es inevitable ironizar amargamente porque a todos nos parece que estamos viviendo “el día de la marmota”. A diferencia de lo que le pasa a Bill Murray en Atrapado en el tiempo, que consigue un final feliz después de esforzarse un poco en hacer las cosas bien, nosotros nos esforzamos pero es inútil.

Situación insostenible en la UCI

La mañana de este lunes transcurre lenta e infructuosa. De vez en cuando llaman otros compañeros para pedir una cama de UCI para algún paciente que se está ahogando en planta. Pero no la tenemos y hay que esperar a que fallezca alguien para que quede alguna libre, por lo que les pedimos que aguanten como puedan. La situación es insostenible. ¿Se podrían abrir más camas aún? No es solo problema de espacio: tampoco hay respiradores para todos. Se han pedido más y están en camino. Son modelos desechados y olvidados en almacenes en otros centros y que ahora recobran su importancia. Toda la ayuda es bienvenida.

¿Cómo íbamos a prever todo esto? Era imposible pensar en que pudiera alcanzar tal dimensión. Al principio parecía el típico brote de gripe estacional como la de todos los años, pero pronto nos dimos cuenta de que no era así. Mira ahora qué tragedia. Es asombroso pensar que han pasado tan solo dos meses desde aquellas noticias que hablaban de otros países en los que había surgido un virus mortal. No hemos dado importancia porque sucedía en tierras muy lejanas. Qué equivocados estábamos.

A través de los boxes acristalados de la UCI se repite la misma escena: pacientes intubados y personal sanitario ataviado con EPI trabajando sin descanso. Sudan y se deshidratan. Como todos están embozados y son profesionales de otras áreas del hospital reubicados en UCI, no se conocen y no saben quién es el que está a su lado. “Yo soy el auxiliar”, “y yo el médico”, “pues yo la enfermera”, se anuncian unos a los otros, en una de las escenas más surrealistas que recuerdo. Realizan las maniobras de movilización del paciente con cuidado, al unísono, en silencio, con miedo. Cuando salen y se quitan el mono están empapados y tienen que ir al vestuario a cambiarse la ropa interior. Alguno se tiene que tumbar mareado por la falta de electrolitos y por el estrés que han sufrido dentro.

placeholder Desinfección durante la pandemia. (Rafael Hernández Estefanía)
Desinfección durante la pandemia. (Rafael Hernández Estefanía)

Hay otra labor no menos dura. Se ha convertido en crucial, es difícil llevarla a cabo y tiene gran responsabilidad. Se trata de informar por teléfono a todas las familias. Se ocupan de ella médicos de otras especialidades y resulta muy compleja, porque los familiares no comprenden lo que se les dice y se aferran a un clavo ardiendo. Aunque les digas que no hay nada que hacer, que el desenlace va a ser inminente y fatal, o que las probabilidades de que lo supere son muy pequeñas, al otro lado del teléfono te preguntan otra vez “si está mejor” o si “pueden ir a verlo”. Se te cae el alma a los pies, pero no puedes dar falsas esperanzas. Luego cuelgas, porque tienes que llamar a otro. Y son muchos a los que hay que llamar.

Acabamos nuestro turno una hora más tarde de lo habitual puesto que pasar el turno a quienes nos sustituyen resulta lento y tedioso. Ninguno levanta la cara del papel: uno habla y los demás escuchan. No hay ni un momento divertido como en otras ocasiones, ni una palabra más alta que la otra. Solo miedo, frustración y angustia. Nuestras manos están agrietadas de tanto utilizar el gel hidroalcohólico y cualquier tosecita para aclarar la garganta supone una señal de alarma para los que estamos alrededor. Pero acabamos por fin. Salgo del hospital y siento liberación.

El refugio del hogar

Llego a casa. Lo primero que hago es ducharme y echar la ropa a lavar. Sabemos que no se transmite por las superficies, pero me siento más tranquilo haciéndolo así. Además, la ducha me produce un sentimiento de purificación, como si acabase de salir de una zona radiactiva. Ya estoy oficialmente en casa. Me siento protegido y confortable, como el que acaba de volver del frente de permiso y cambia la trinchera y las botas sucias de barro por la comodidad de las zapatillas y el sofá.

Miriam y yo pasamos el resto de la tarde en casa tranquilos, leyendo o viendo películas antiguas. Está preocupada por mí, pero lo lleva con el pragmatismo que la caracteriza. Ella es para mí un apoyo fundamental. Me trata como un príncipe estos días y está siempre pendiente de mis necesidades. No podemos estar más unidos ante esta terrible adversidad. Evitamos hablar sobre el tema y rehuimos las noticias en la televisión que no hacen sino generarnos más malestar aún. Entrada la tarde, el extraño silencio que llega del exterior se rompe a la hora del aplauso colectivo. Vítores y silbidos de todos los vecinos que se asoman para reconocer la labor de los sanitarios. A veces me pregunto si, en realidad, lo hacen con agradecimiento real, o es por el miedo a que el destino les castigue si no salen al balcón a aplaudir. Es como la plegaria que reza el ateo antes de morirse “por si acaso”. No vaya a ser que al final “sí que exista Dios” y que “como no he rezado se ha enfadado y ya no me deja entrar en el cielo”. Lo que está claro es que nos vamos a morir todos y que aquí no se queda nadie. Así que el objetivo es que suceda lo más tarde posible y que no sea por culpa del puto coronavirus. La noche cae y nos vamos a dormir. Mañana martes libraremos otra batalla.

¿Para qué escribir un diario?

Siempre me ha parecido una estupidez escribir un diario. ¿Para qué? Imagina que alguien te lo roba y lo lee. ¡Menudo corte que sepan tus pensamientos más íntimos! Pues cuatro años después de haber escrito un diario en el confinamiento he de decir que me equivocaba. No hay nada más importante para crecer como persona que reflexionar sobre los acontecimientos vitales que has vivido, y que sea posible ponerles fecha a los recuerdos que más te han impactado en tu vida. Durante un año escribí este diario sobre la pandemia que me ha permitido reflexionar sobre todo lo que pasamos los sanitarios que estuvimos en el frente de la batalla. Es mi pretensión que vea la luz algún día en forma de libro, pero cuando haya pasado un poco más de tiempo. Las heridas aún están frescas.

No voy a valorar si el confinamiento llegó demasiado tarde, si se siguieron las directrices correctas, si este o aquel partido político en el poder gestionó adecuadamente o no la tragedia colectiva. No me compete a mí juzgar, aunque eso no quiera decir que tenga derecho a tener mi opinión, de la misma manera que tengo libertad para ejercer mi derecho al voto. Sí resultaría interesante que la tragedia nos hiciera reflexionar como sociedad. Durante la pandemia hubo actitudes muy mejorables, que no sé si pueden justificarse solo por el miedo a enfermar. Sobre todo, las de aquellos que intentaron lucrarse con el sufrimiento ajeno, o que no tuvieron la decencia o el respeto que se debe tener para aquel que se está muriendo. Ellos saben perfectamente a quiénes me refiero. Sí que puedo decir que hubo mucha otra gente buena, altruista y voluntariosa, que dio su esfuerzo (algunos su propia vida) para intentar salvar a sus semejantes. Son personas íntegras y valientes y que no siempre salen en los títulos de crédito (personal de limpieza, cocina, administración, mantenimiento, auxiliares, celadores, técnicos, enfermeras, etc) y que lucharon en los hospitales contra el virus por el bien de los demás. Estoy seguro de que merecían un aplauso diario, pero también estoy convencido de que no les hubiera importado que ese agradecimiento llevase implícita una mejora de sus condiciones laborales por parte de la Administración. Porque, queridos lectores, solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena y los aplausos no pagan facturas.

Que se mejoren.

Hace justo cuatro años. Es lunes y salgo por la mañana para ir a trabajar como todos los días. Pero hoy no hay ni tráfico ni transeúntes. Ni un alma por la calle. La escena parece una distopía y me genera miedo. En el semáforo de la plaza de España miro hacia la Gran Vía y la veo desierta, como en aquella famosa escena de Abre los ojos donde un descentrado Eduardo Noriega camina sin entender por qué todo el mundo ha desaparecido. Este lunes pasa lo mismo: es el primer día laborable del estado de alarma y la capital está vacía y sin vida. El cielo es gris y el aire parece más puro gracias a que la contaminación se ha reducido. Aire con más calidad, pero contaminado por el coronavirus. Se pone verde. No hay coches y consigo circular de forma fluida, como si fuera la madrugada de un domingo. Llego al hospital en tiempo récord.

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