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Alegría y felicidad, la búsqueda incansable del ser humano
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Alegría y felicidad, la búsqueda incansable del ser humano

Las personas nos movemos instintivamente hacia la felicidad, la buscamos afanosamente. Es una inclinación natural, y algunas cosas pueden ayudar, pero no la dan. Lo que de verdad llena nuestro afán por ser felices es el bien

Foto: Foto: iStock.
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La sed de felicidad del hombre revela su insuficiencia. Es un vacío que está ahí y que, en consecuencia, es preciso llenar. Esa insuficiencia es necesidad. Estas necesidades pueden situarse en tres direcciones que se entrecruzan: biológicas, que en sentido estricto son las más impersonales, constituyen a grandes rasgos el común denominador del ser humano y en principio tienen tal fuerza que deben estar orientadas por el conocimiento intelectual, para que este saque suficiente provecho de ellas. Otras de carácter psicológico, que son las más genuinamente humanas y responden a la articulación de nuestros movimientos más íntimos; la saciedad que traen consigo es más profunda que la de las primeras, ya que cubre las parcelas más vacías, más diferenciadas del ser humano. Las necesidades socioculturales tienen hoy una gran importancia y traducen las relaciones que establecemos con el entorno y con el mundo de las ideas y las tradiciones.

Nos movemos instintivamente hacia la felicidad, la buscamos afanosamente. Es esta una inclinación natural

Nos movemos instintivamente hacia la felicidad, la buscamos afanosamente. Es esta una inclinación natural. En su Lección sobre ética, Kant nos dice: “La mayor felicidad del hombre es ser él mismo el causante de su felicidad, cuando siente gozar de aquello que él mismo ha adquirido”. Está claro el papel protagonista de cada uno en esta empresa casi imposible y necesaria, pero en la vida humana, la felicidad nunca es ni perfecta ni completa. Creo que esta expresión no necesita más comentario. La experiencia personal nos dice a cada uno lo exacto de la misma. Como dice Santo Tomás (traducido del latín): “Existir como hombre significa estar siempre en camino y, por lo tanto, no ser feliz”. La felicidad sin fisuras, compacta y sólida, es utopía para el hombre. Solo tiene vigencia en nuestros escenarios intelectuales, pero no se plasma en la realidad viva.

Riqueza y fama, espejismos de la felicidad

La meta del hombre en la vida es ser feliz. La tesis de Ortega y Gasset establece que vivir implica ya un cierto grado de felicidad. Tendemos a la felicidad con todas nuestras fuerzas. La satisfacción tiene dos puntos esenciales:

  1. Alcanzar los objetivos y metas que nos habíamos propuesto. Está claro que esta operación es la tarea primordial de la vida, la que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo y esfuerzo.
  2. El uso que hacemos con la consecución de esas cosas ya logradas. Se pueden cubrir los fines propuestos mediante unos medios adecuados y una tenacidad a prueba, pero puede ocurrir que esta realización personal nos aleje de las metas globales que ha de sintetizarnos en conjunto. La articulación de este razonamiento se observa de modo patente en el hombre de negocios o en el ejecutivo de nuestros días. La persona necesita “algo que le falta” y que está fuera de sí misma.

Pero la riqueza, que está fuera del ser humano, es en sí misma un espejismo de la auténtica felicidad. Por sí misma no hace feliz, aunque evidentemente una vez alcanzada, si se hace un buen uso de ella, conduce o pone en camino hacia la felicidad.

placeholder La felicidad no consiste en la fama, y muchos famosos son infelices. (iStock)
La felicidad no consiste en la fama, y muchos famosos son infelices. (iStock)

Lo mismo que la felicidad tampoco puede consistir en la fama por sí misma… Es más, vemos a diario como los famosos son, en su mayoría, bastante infelices. La persona que alcance la fama tiene que ser muy madura emocionalmente para saber digerir de forma adecuada su encumbramiento. Además, el personaje famoso es siempre el blanco de atención de muchas personas, se le sigue demasiado de cerca y, por tanto, se le juzga más minuciosamente.

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Tampoco es el centro de la felicidad la posesión del honor, del talento o de una salud a prueba de cualquier contingencia. Todo eso, indudablemente, ayuda, favorece, crea un clima propicio para la posibilidad de sentirse feliz, pero no es la felicidad en sí. De todos los enumerados, la salud tiene un papel decisivo, aunque la enfermedad puede determinar (en personas singulares) una felicidad en la aceptación de la realidad.

La respuesta a la búsqueda

En nuestro recorrido hemos ido descartando todo aquello que favorece la posibilidad de ser feliz, pero que no la da por sí misma. ¿Qué es, entonces, lo que puede realmente colmar esta sed insaciable y esa tendencia incontenible del hombre? La respuesta es el bien o lo bueno. ¿Qué quiere decir esto? El bien en la medida en que en él no hay nada que no sea bueno.

En la medida en que tengo una concepción del mundo, la tendré de la felicidad y podré encaminarme hacia ella

La felicidad consiste en una operación que yo protagonizo con el fin de alcanzar lo bueno que hay en la vida, en medio del trabajo, del amor y del legado cultural de mi entorno. Esta operación despierta y excita muchas parcelas que me llevan a configurar el mundo según un peculiar estilo de vida (entiéndase proyecto, pero ya en un sentido más amplio). En la medida en que tengo una concepción del mundo, la tendré de la felicidad y podré encaminarme hacia ella.

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Mediante el conocimiento me apodero, de algún modo, de aquello a lo que me acerco. Soy dueño y señor en tanto profundizo en su esencia. El conocimiento es una forma de apropiación. De ahí que no se pueda amar lo que no se conoce. Surgen, pues, dos características presentes en el mismo acto operativo:

  1. Conocer es lo primero. Todo se vive inicialmente como anhelo o inquietud. En el lenguaje popular se dice de alguien con una actitud muy en esta línea, que es una persona con muchas inquietudes, atenta a muchas cuestiones primordiales de la existencia.
  2. Amar es lo segundo. Es la consecuencia y esto trae consigo alegría, gozo por la posesión de lo bueno. No se trata ya de una cuestión intelectual, más o menos abstracta, sino de un ejercicio activo de aproximación real. Por eso no hay felicidad sin amor. Pero el amor no es suficiente por sí solo, sino que requiere su incrustación en el proyecto personal, con el trípode de trabajo, amor y cultura.

La felicidad comporta un cierto tipo de vida de la cual decimos que es la mejor posible. Lleva implícita una serie de esfuerzos que culminan de una forma ciertamente positiva, pero que nunca es definitiva. Las personas, al ser obras incompletas, padecemos un cierto descontento crónico. Por bien que vayan todas las cosas, siempre existe una limitación.

En toda vida hay luces y sombras, felicidad y desencanto.

La sed de felicidad del hombre revela su insuficiencia. Es un vacío que está ahí y que, en consecuencia, es preciso llenar. Esa insuficiencia es necesidad. Estas necesidades pueden situarse en tres direcciones que se entrecruzan: biológicas, que en sentido estricto son las más impersonales, constituyen a grandes rasgos el común denominador del ser humano y en principio tienen tal fuerza que deben estar orientadas por el conocimiento intelectual, para que este saque suficiente provecho de ellas. Otras de carácter psicológico, que son las más genuinamente humanas y responden a la articulación de nuestros movimientos más íntimos; la saciedad que traen consigo es más profunda que la de las primeras, ya que cubre las parcelas más vacías, más diferenciadas del ser humano. Las necesidades socioculturales tienen hoy una gran importancia y traducen las relaciones que establecemos con el entorno y con el mundo de las ideas y las tradiciones.

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