Siete millones de españoles la sufren y la mayoría no lo sabe: el reto de la enfermedad renal crónica
De acuerdo con el último informe del Registro Español de Diálisis y Trasplante, a principios de 2024 había en España 67.625 enfermos con insuficiencia renal en tratamiento sustitutivo
De la mano del envejecimiento de nuestra población, de enfermedades de muy alta prevalencia, como la hipertensión o la diabetes, y de malos hábitos como el tabaco o el consumo de determinadas drogas o de algunos medicamentos, la enfermedad renal crónica, tenida hace unas décadas como una vía final común de unas cuantas enfermedades en general limitadas, ha pasado a convertirse en un verdadero problema de salud pública. Las previsiones apuntan a que se convierta para el 2100 en la principal causa de muerte en los países occidentales. Se estima que uno de cada siete españoles adultos tiene algún grado de enfermedad renal, lo que supone entre 6 y 7 millones, la gran mayoría, en torno al 80%, sin diagnosticar y sin sintomatología, una característica de este proceso al que se ha denominado “la enfermedad silenciosa”, por esa casi ausencia de síntomas hasta que llega a fases muy avanzadas.
Durante muchos años, la nefrología, aparte de los procesos de fallo renal agudo tratados bien con procedimientos conservadores o con diálisis, se tuvo que centrar en la punta del iceberg de las enfermedades renales, la insuficiencia renal crónica y su tratamiento con diálisis y trasplante. El grueso de estas enfermedades, bien fueran de índole inmunológica, infecciosa o genética, disponían de unas terapias por desgracia muy limitadas que solo en determinados casos lograban retrasar su historia natural. Lo que podíamos hacer se limitaba a un buen control de la tensión arterial o de los niveles de glucosa en el caso de los diabéticos. No disponíamos prácticamente de tratamientos eficaces para la propia enfermedad renal, sino tan solo para sus consecuencias y algunos de sus factores agravantes, lo que era especialmente frustrante porque estos procesos se asocian con un deterioro de la calidad de vida y una reducción sustancial de la esperanza de vida a todas las edades.
No es extraño, por tanto, que los esfuerzos de los especialistas en enfermedades renales se dirigieran sobre todo a la diálisis y al trasplante, unas terapéuticas en las que los resultados en España durante las últimas décadas solo pueden ser calificados de espectaculares, sobre todo si los comparamos con los primeros tiempos en los años setenta en que nos encontrábamos a la cola de los países de nuestro entorno en ambas formas de tratamiento, especialmente en el trasplante.
De acuerdo con el último informe del Registro Español de Diálisis y Trasplante (REDYT), elaborado por la Organización Nacional de Trasplantes y la Sociedad Española de Nefrología, recientemente publicado, a principios de 2024 había en España 67.625 enfermos con insuficiencia renal en tratamiento sustitutivo. Son el 0,15% de la población española, pero se calcula que consumen entre el 3 y el 4% de los recursos sanitarios. De ellos y gracias a nuestro sistema de donación y trasplantes, un 56%, 37.730, viven con un riñón trasplantado funcionante, 26.660 están en hemodiálisis y 3225 en diálisis peritoneal. En todos los grupos de edad hasta los 75 años, el trasplante es la forma mayoritaria de tratamiento e incluso en los mayores de 75, una edad antes considerada límite para ser trasplantado, el 30% viven con un injerto renal funcionante. No hay ningún país de tamaño medio/grande que tenga unos datos similares, que solo se dan en países nórdicos de tamaño pequeño y con una fuerte apuesta por el trasplante de vivo de un familiar o un amigo, a diferencia de lo que ocurre en España en que la donación de persona fallecida es muy mayoritaria.
Los datos de este registro, como de sus similares de otros países, ponen de manifiesto que la supervivencia de los enfermos en todos los grupos de edad es muy superior en los trasplantados en relación con la diálisis peritoneal y en estos en relación con la hemodiálisis. Caben, pues pocas dudas respecto a que el trasplante es la mejor opción terapéutica tanto por lo que se refiere a la supervivencia como a la calidad de vida y también desde el punto de vista económico, ya que un paciente trasplantado supone un ahorro al sistema de unos 150.000€ en los siguientes 5 años, con respecto a la hemodiálisis.
Ya tratamos en estas páginas la espléndida situación y futuro del trasplante renal en España y señalamos que cualquier enfermo que haya necesitado para seguir viviendo o mejorar su calidad de vida de un nuevo riñón en nuestro país, ha sido durante los últimos 30 años el ciudadano del mundo con mayores posibilidades de conseguirlo y además sin discriminación alguna por razones económicas, sociales, de lugar de residencia o de cualquier otra índole.
Aunque podamos sentirnos satisfechos de lo conseguido en el tratamiento de esta fase final de la insuficiencia renal, estamos hablando de menos de 70.000 enfermos, solo la punta del iceberg, cuando al principio de esta columna decíamos que había cerca de 7 millones de españoles con algún tipo de deterioro de la función renal. Afortunadamente, la gran mayoría de ellos no van a tener problemas significativos derivados del riñón a lo largo de su vida, pero es en esa población en las que es preciso ahora poner nuestra atención precisamente para evitar que muchos de ellos vayan a acabar necesitando diálisis y/o trasplante. Aproximadamente la cuarta parte de los enfermos que llegan a diálisis lo son por diabetes (con grandes diferencias entre comunidades) y cerca de un 15% por hipertensión, ambas situaciones tratables y susceptibles de ver frenadas al máximo su evolución con un manejo adecuado. De hecho, cuando comparamos los datos de prevalencia del registro español con los de otros países europeos, nos encontramos en la parte alta en cuanto a número de enfermos renales que inician cada año el tratamiento sustitutivo. Aunque se trata de poblaciones distintas, este ranking sugiere que se puede incrementar el esfuerzo terapéutico para evitar o retrasar la llegada a diálisis/trasplante de un porcentaje significativo de estos pacientes.
La buena noticia es la incorporación progresiva al arsenal terapéutico, sobre todo en los últimos años, de toda una serie de medicamentos capaces de enlentecer de forma significativa la progresión de la insuficiencia renal sea cual fuere su causa, con la posibilidad de diseñar el tratamiento más adecuado para cada paciente. Ello ha aumentado enormemente el interés por el cuidado de las enfermedades renales y fruto de ello, entre otros factores, es que, por ejemplo, el número de nefrólogos presentes en la Sociedad Española de Nefrología haya pasado en lo que va de siglo de 1000 a 3000 en números redondos, un aumento muy superior al experimentado por los enfermos en diálisis/trasplante. Hay que tener en cuenta, no obstante, que un esfuerzo de este calibre solo se puede afrontar de la mano de una atención primaria concienciada del problema y con el necesario contacto permanente con el especialista.En suma, el enorme desafío que supone la enfermedad renal, todo un reto para los sistemas de salud, exige una acción coordinada de las administraciones y ambos niveles asistenciales, primaria y hospitales para conseguir los resultados deseados. Es mucho lo que se puede hacer, pero también requiere que lo mucho conseguido en el campo del trasplante se extienda a todas las fases de la enfermedad renal.
De la mano del envejecimiento de nuestra población, de enfermedades de muy alta prevalencia, como la hipertensión o la diabetes, y de malos hábitos como el tabaco o el consumo de determinadas drogas o de algunos medicamentos, la enfermedad renal crónica, tenida hace unas décadas como una vía final común de unas cuantas enfermedades en general limitadas, ha pasado a convertirse en un verdadero problema de salud pública. Las previsiones apuntan a que se convierta para el 2100 en la principal causa de muerte en los países occidentales. Se estima que uno de cada siete españoles adultos tiene algún grado de enfermedad renal, lo que supone entre 6 y 7 millones, la gran mayoría, en torno al 80%, sin diagnosticar y sin sintomatología, una característica de este proceso al que se ha denominado “la enfermedad silenciosa”, por esa casi ausencia de síntomas hasta que llega a fases muy avanzadas.
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