¿Cómo debe actuar el médico cuando va de paisano?
Reconocer a un médico en un hospital es fácil porque suelen llevar bata. Pero, ¿qué ocurre cuando el médico va de paisano por la calle y necesita atender a alguien?
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Recién licenciado en Medicina y Cirugía, quien escribe estas líneas sufrió un decepcionante episodio en el servicio de urgencia de uno de los hospitales de la capital. La historia es la siguiente: un amigo mío se golpea contra las rocas haciendo el tonto en la playa. A consecuencia de la peripecia, se hace una herida en la rodilla y un socorrista se la sutura en el puesto playero como bien considera. El episodio le produce tal desazón que da por concluida las vacaciones y regresa a la urbe capitalina, donde el calor es abrasador y propio de tales fechas. A los dos días me llama porque le sigue doliéndole la rodilla y me pregunta qué hacer.
Yo ya tenía mi título de médico (lo acababa de conseguir hacía tan solo un mes), así que me fui a su casa a explorar su miembro dañado, lleno de expectación ante mi primer caso real (mi experiencia hasta entonces con ese tipo de traumas era nula). Lo encontré con la pierna en alto, compungido y preocupado. Mi primera observación no concluyó gran cosa: parecía dentro de lo razonable que le doliera y también que estuviera la rodilla hinchada a tenor del golpe recibido. Luego examiné la sutura de la herida. Ahí la cosa me pareció más extraña, porque si bien el hilo de sutura mantenía unidos los bordes de la herida, que es, en realidad, su función, este se cruzaba varias veces de un lado a otro, de forma anárquica y asimétrica.
Aunque no tenía ninguna experiencia, aquello me parecía un fruncido malo, y no una sutura como mandan los cánones. Como no quería aumentar su ansiedad me guardé para mí mis conclusiones, y decidí que unos analgésicos calmarían el dolor, el tiempo bajaría la inflamación, y la costura (si bien, fea) resultaba efectiva, y en un par de días más saldrían los puntos. Creo que fue ese día cuando aprendí que en la medicina, como en casi todas las artes de la vida en realidad, el uso del sentido común es necesario cuando sabes y útil cuando no sabes.
Pero mi amigo no se quedó a gusto y decidió ir a urgencias. Muy envuelto ya en su proceso asistencial, no me quedó otra que acompañarle. Después de un tiempo interminable de espera en la sala, donde el calor era sofocante, entramos finalmente en la sala de exploración. Había dos médicos. Uno joven sentado en una mesa y otro más mayor, detrás de él. A juzgar por su hastío vital, el de detrás era el adjunto al cargo, y el más joven, sin duda un residente. Tenían ambos cara de fastidio y el ceño fruncido. No era necesario ser médico para entender que consideraban que lo nuestro no era como para ir a urgencias a tocarles las narices.
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Fue el residente el que tomó la palabra con retintín: "¿En qué podemos ayudaros?". Dadas las circunstancias, me pareció más oportuno responder yo. Juzgué que sería más adecuado por dos motivos: a) Aceleraría el proceso puesto que utilizaría un lenguaje preciso y entenderían mejor la naturaleza del problema que nos había llevado hasta allí, y b) Al emplear ese lenguaje comprenderían que yo era un compañero y suavizarían la más que evidente tensión que se había generado. Pero no funcionó. El joven médico se incorporó de mala gana desde detrás de la mesa en donde estaba sentado, observó la rodilla de mi acompañante, y volvió a su lugar en un gesto en el que, como mucho, gastó dos segundos de su prometedora carrera. Su veterano compañero ni se acercó, ni miró siquiera. Y entonces fue cuando el residente soltó un comentario que nunca más he olvidado: "No he visto en mi vida una sutura así. ¡Es una chapuza!". Además, que sepas que acudir a urgencias por esto no tiene ninguna lógica". Encajé el golpe mientras observaba cómo el veterano asentía a las palabras de su joven compañero.
Me dolió, así que acabé por decir: "sí, lo sé. Soy médico", por si no había quedado claro hasta ese momento. Intenté añadir, justificar mejor el motivo de nuestra presencia, pero el residente volvió a la carga. Y esa vez me heló la sangre: "pues si realmente eres lo que dices que eres [médico] deberías saber que no se puede venir a molestar a urgencias con estas tonterías".
"Si realmente eres lo que dices". Esta frase la he recordado toda mi vida profesional cuando me he encontrado en otras tesituras similares, tanto de un lado como del otro. En las ocasiones en las que he precisado de asistencia sanitaria para mi o para algún familiar, siempre me he presentado como médico y nunca han dudado de mi palabra. De la misma manera (quizás sensibilizado por el episodio de la rodilla), nunca he puesto en duda a quien ha precisado de mi asistencia médica y me ha dicho, yendo de paisano, "soy médico" o "soy compañero".
¿Por qué iba a dudar? ¿Quién en su sano juicio dice que es alguien que no es? En la película de Spielberg Atrápame si puedes se cuenta la historia de Frank W. Abagnale (Leonardo DiCaprio en el film); un escurridizo delincuente que adoptaba diversas identidades. Entre ellas, llegó a hacerse pasar por un pediatra durante once meses, hasta que puso en peligro la vida de un bebé. En nuestro país se han dado casos de intrusismo en la profesión. Hace un año, en Málaga se detuvo a un falso médico rehabilitador que había "ejercido" la friolera de tres décadas con total impunidad. Hay más ejemplos, pero son anecdóticos.
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¿Cómo debe actuar un médico de paisano si debe atender a alguien en la calle que lo necesita? ¿Debemos creerle si grita como en las películas, "soy médico, abran paso"? ¿Debe sacar el carnet de colegiado de la misma manera que lo haría con su placa un policía que actúa fuera de servicio? Muchos años después del episodio de la rodilla, me pasó una situación curiosa. Mi Santa y yo nos encontrábamos en una de las sesiones del cine de verano que se organiza en el Palacio de Cibeles (un agradable respiro para las tórridas jornadas de quienes trabajan en pleno agosto). Hacía un calor soportable, pero sí, hacía calor, porque es un recinto no aclimatable debido a sus dimensiones. El cine de verano de Cibeles tiene la particularidad de que es en versión original y que cada uno de los espectadores tiene unos cascos individuales para escuchar la proyección. Te permite aislarte del ruido ambiente y centrarte en la película. Es una experiencia que recomiendo.
Hacia la mitad de la película noté cierto revuelo a la derecha. Algo casi imperceptible pero que me hizo mirar hacia ese lugar. Dos personas parecían agazapadas en el suelo, una de ellas tumbada y otra en cuclillas. Para quien ha trabajado en emergencias hospitalarias (como es mi caso), aquello era sinónimo de que algo malo podía estar sucediendo. Me giré hacia mi Santa, señalé hacia aquellos dos y ella entendió el significado del gesto ("voy a ver qué pasa").
Una mujer joven estaba tumbada. A su lado estaba su pareja que le abanicaba con una mano y un folleto mientras que con la otra mantenía su cabeza levantada. De pie al lado había alguien de la organización que, de manera clara, dudaba de cómo proceder mientras sostenía un transmisor-receptor portátil. Comprobé que la mujer respiraba (de otro modo podría ser una situación compatible con una parada cardiaca), y me dirigí a su acompañante a quien sugerí que, en vez de mantener la cabeza de ella en vilo, era mejor dejarla en el suelo y levantarle las piernas para que la sangre de los miembros inferiores retornase al corazón (y aumentase así la tensión sanguínea y el flujo a la cabeza). Lo dije en un susurro para no molestar al resto de los espectadores, que permanecían impasibles, más por aprensión que por ausencia de ganas de colaborar. Como veía que el acompañante no reaccionaba a mis consejos, le levanté yo mismo las piernas y luego le obligué a dejar la cabeza "así le llegará la sangre", repetí en voz baja. Me dejaron hacer, pero lo hicieron con cara de asombro.
Con la misma extrañeza que hubieran tenido si ambos acabasen de ver a un extraterrestre verde con antenas. Al operario le dije que no era nada, que no se preocupara, pero que vendría bien un poco de agua. Luego me dirigí a la mujer, que parecía más reactiva y le dije que había tenido una pequeña bajada de tensión, probablemente debido al calor, y que se recuperaría enseguida. Y me volví a mi localidad puesto que me estaba perdiendo el argumento y aquello, en realidad, no había sido nada grave.
Las virtudes de los médicos
Nada más sentarme mi Santa se quitó los cascos y me preguntó que qué había pasado entre susurros. "Luego te cuento" respondí sin dar más importancia. Ya en la calle, volvimos a hablar del suceso. Le conté que me había resultado extraña la reacción de ellos, esa cara de asombro ante mis indicaciones. "Pero, ¿te identificaste como médico?", me preguntó ella. "Bueno, en realidad, no. No lo vi necesario" respondí yo. "Además, yo creo que es evidente, ¿no? Si te viene alguien a atenderte está claro que es médico o personal sanitario". Estaba convencido de ese argumento.
Me vino a la mente, además, el suceso de la rodilla y que ambas situaciones parecían entrelazadas. En aquel entonces un residente de cirugía no me había creído cuando había dicho que era médico y, muchos años después, no creí necesario decirlo ante la evidencia de mi manera de actuar. Ella se rió divertida y me respondió de esta manera: "Nadie tiene porqué saber si eres médico o no. Seguramente han alucinado contigo. Tienes que identificarte en esos casos. Han debido pensar que eras un loco", sentenció con una carcajada. "Puede que tengas razón", admití.
Cuando eres un médico joven la impetuosidad es una de tus virtudes. La reflexión clínica pasa a segundo plano y es la actuación lo que te sale de tus entrañas. Cuando eres no tan joven, la experiencia te hace ver que muchas de las situaciones que parecen dramáticas para la población resultan sencillas para aquellos que nos dedicamos a la asistencia sanitaria.
Hace años, en Santander, se celebró una competición de vela internacional. Para una ciudad pequeña, un acontecimiento. El tiempo era espectacular y el gentío y la algarabía propio de una celebración a la altura, así que, toda mi familia, salió a pasear por el muelle. Iba yo con mi tío (hoy en día médico jubilado, pero entonces no), charlando animadamente, cuando ambos vimos a una mujer de mediana edad sentada en un bordillo, con una ceja abierta de la que salía sangre de manera profusa. Respiraba, estaba tranquila, la rodeaban unos cuantos transeúntes y voluntarios, y el ulular de una sirena se escuchaba a lo lejos. Mi tío y yo no le dimos más importancia y pasamos de largo.
Veinte metros más adelante, mi madre, que iba más atrás, se puso a nuestra altura y nos detuvo: "¿Pero qué clase de médicos sois que no os habéis parado a atender a esa señora?" La injerencia nos pilló por sorpresa. "¿Y qué querías que hiciéramos?" respondimos al unísono. "Ella, está bien, se ha dado un golpe, pero está consciente; sin duda deben evacuarla a urgencias, pero no hay mucho que podamos hacer que no sea esperar el vehículo que la evacue. Además, no llevamos suturas en el bolsillo", explicamos entre los dos, ante su cándida extrañeza.
En conclusión ¿debe el médico anunciarse como tal ante una emergencia? Parece más práctico que así lo haga, y que intente organizar la situación si tiene experiencia para ello. Por descontado deberá actuar de la manera más proporcional atendiendo a la gravedad de la situación.
Que se mejoren.
Recién licenciado en Medicina y Cirugía, quien escribe estas líneas sufrió un decepcionante episodio en el servicio de urgencia de uno de los hospitales de la capital. La historia es la siguiente: un amigo mío se golpea contra las rocas haciendo el tonto en la playa. A consecuencia de la peripecia, se hace una herida en la rodilla y un socorrista se la sutura en el puesto playero como bien considera. El episodio le produce tal desazón que da por concluida las vacaciones y regresa a la urbe capitalina, donde el calor es abrasador y propio de tales fechas. A los dos días me llama porque le sigue doliéndole la rodilla y me pregunta qué hacer.