Cómo el té y el azúcar se convirtieron en la gasolina de la Revolución Industrial
Al mismo tiempo que la máquina de vapor hacía que las ciudades se llenasen de trabajadores hambrientos, unos cambios impositivos propiciaron que tuvieran toda la energía que necesitasen
Es posible que hayamos asistido a una de las mayores revoluciones de la historia de la humanidad (la digital) junto a la invención del fuego, la rueda, la agricultura y la máquina de vapor. Esta última, considerada la responsable de la Revolución Industrial, cambió la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX, extendiéndose desde su origen en Gran Bretaña al resto del mundo.
La máquina de vapor, no cabe duda alguna, fue un gran invento. Permitía convertir la combustión en un proceso mecánico, capaz de potenciar maquinaria: mover locomotoras (y, por tanto, trenes enteros), hacer funcionar telares 'automatizados', estampar chapa y un largo etcétera. Pero, al mismo tiempo que rugían las fábricas, la población general se empobrecía (todavía más). Por primera vez, en lugar de hacerlo en el campo, los grandes núcleos, las ciudades, se abarrotaban cada día más de un proletariado precario, en busca de trabajo (o con trabajos muy mal pagados) donde el concepto de 'mano de obra' adquiría su significado más deshumanizante.
"Era más barato beber té con dos terrones de azúcar que una cerveza, dado que los impuestos para la cebada eran mucho mayores"
Tanto es así que, según datos aportados por los investigadores Ben Weinreb y Christopher Hibbert, Londres pasó entre 1750 y 1851 de tener 650.000 habitantes a 2.363.000. Esta tendencia es similar en muchos otros puntos del Reino Unido (como Liverpool, por ejemplo, que pasó en los primeros 50 años del siglo XIX de 85.627 habitantes a 340.907; o Mánchester, que en el mismo periodo pasó de 70.409 habitantes a 303.382), lo que queda reflejado en la tendencia demográfica del país, que entre 1750 y 1850 triplicó su población, pasando de 5,8 millones de habitantes a algo más de 18 millones.
Este crecimiento es considerablemente menor que el de las ciudades, debido principalmente a un proceso con el que estamos muy familiarizados en España hoy en día: la migración hacia las principales ciudades, que es, ahora mismo, donde se encuentra el grueso de la oferta laboral, al igual que ocurría en el siglo XVIII.
A pesar de esto, como explica en Dulzura y poder el antropólogo estadounidense Sydney Mintz, el poder adquisitivo de las masas trabajadoras del Reino Unido durante la Revolución Industrial era mínimo, pero eso no quitaba que fuera necesario mantenerlos, desde una perspectiva noble o burguesa, con la energía suficiente como para trabajar.
Según Sydney Mintz, la clase trabajadora adquiría gran parte de esa ingesta calórica diaria (hasta una sexta parte) gracias al té y al azúcar que consumían varias veces al día. De hecho, según explica el antropólogo: "Era más barato beber té con dos terrones de azúcar que una cerveza". Esto se debe a que, al contrario que otras infusiones como el café o que otros alimentos como el pan (o mejor dicho, la cebada), tanto el té como el azúcar, a pesar de estar ambos importados desde esquinas opuestas del mundo (el azúcar se traía en barco desde las Antillas y otros territorios en el continente americano, y el té desde Asia y también en barco), estaban o exentos de impuestos (como era el caso del productor de la caña) o con una tarifa reducida (en 1784 el impuesto al té se redujo del 119% al 12,5%, menor que el de los cereales).
Esto permitió que las familias más pobres tuvieran más acceso al té azucarado "que a la propia leche, dado que casi ninguna familia podía permitirse tener una vaca, sobre todo en las ciudades", señala Sydney Mintz. La cerveza y la sidra, bebidas elegidas por la clase trabajadora desde hacía siglos en el Reino Unido, siguieron siendo ampliamente consumidas (aunque a un precio considerablemente mayor que el del té y el azúcar). Como apunta la historiadora Rachel Laudan, "estas bebidas eran caloríficas, y el alcohol era un analgésico ligero -ambas cosas absolutamente necesarias cuando tu día a día consistía en un trabajo pesado y doloroso-. Por supuesto, esto tenía el efecto secundario de una fuerza trabajadora con el nivel de alerta y los reflejos disminuidos".
La historiadora destaca que, en la primera mitad del siglo XVIII, el consumo casi continuo de alcohol por las clases más bajas no era un excesivo problema, dado que su principal ocupación estaba en el campo, y el arado no es una ciencia tremendamente compleja. Pero con la llegada de la Revolución Industrial a mediados de este siglo, más y más miembros de la clase trabajadora se encontraron en las ciudades, trabajando en fábricas, "donde el alcoholismo no estaba tan bien visto", subraya Laudan.
Fue en este momento, gracias a la reducción del impuesto al té, cuando los trabajadores, a la hora del almuerzo, podían 'permitirse' un diminuto lujo, caliente, rico, energético, lleno de cafeína, que les ayudara a continuar con su día, cuando, de otro modo, se habrían tenido que conformar con los simples trozos de pan que, según Sydney Mintz, "componían el grueso de la alimentación de la clase trabajadora durante la Revolución Industrial".
Por supuesto, la máquina de vapor es el factor que define, por sí solo, la Revolución Industrial, pero en retrospectiva, es difícil determinar hasta qué punto no influyó en los esenciales cambios demográficos el consumo de dos alimentos que mantuvieron lo suficientemente productiva a la población como para que las fábricas estuvieran funcionando día y noche durante siglos.
Es posible que hayamos asistido a una de las mayores revoluciones de la historia de la humanidad (la digital) junto a la invención del fuego, la rueda, la agricultura y la máquina de vapor. Esta última, considerada la responsable de la Revolución Industrial, cambió la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX, extendiéndose desde su origen en Gran Bretaña al resto del mundo.