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La España de 2023, explicada por los chocorreznos, la churroburger y las pizzas de oreja
  1. Gastronomía y cocina
'POPTIMISMO' GASTRONÓMICO

La España de 2023, explicada por los chocorreznos, la churroburger y las pizzas de oreja

Si un viajero del futuro quisiera entender nuestra sociedad, haría bien en fijarse en la gastronomía extrema que se ha puesto de moda: es el 'zeitgeist' de nuestra era

Foto: El 'chicken waffle' de Pollos Muñoz, gofre y pollo y más cosas. (Dabiz Muñoz)
El 'chicken waffle' de Pollos Muñoz, gofre y pollo y más cosas. (Dabiz Muñoz)
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Una cola de unas 100 personas se hiela en Nuevos Ministerios para degustar el chicken waffle de Dabiz Muñoz, un bocata de pollo empanado a 17,50 euros por cabeza en el que el pan ha sido sustituido por gofres. Mientras tanto, en Sevilla prueban la churroburger, una hamburguesa con churro en lugar de pan. Rosconuts. Miguelitos de turrón. Morcilla de chocolate. Roscones de reyes de serranito. Pizzas de oreja. Turrones de Chupa-Chups. Un fantasma recorre España: el de la aberración gastronómica.

Es difícil identificar un año cero para esta tendencia. Hay quien lo sitúa en los meses previos a la pandemia, cuando Lay’s Gourmet sacó al mercado su turrón de patata frita, pero hay vestigios de preparaciones extremas a lo largo de la década anterior. Quizás el ejemplo más obvio sea el del chocorrezno, el chocholate con sabor a torrezno ideado por El Beato que arrasó en el verano de 2021. Desde entonces, no hay compañía que no haya reparado en que no hay mejor forma para promocionarse que ir aún más lejos. Citius, altius, fortius. Más grande, más gocho, más extremo.

“Es una competición: cada vez que sale algo nuevo es más cochino y con más grasa”, valora la periodista gastronómica Ana Vega Pérez de Arculea. “Los productos alimentarios tienen que llamar la atención de alguna manera, y las fusiones locas son muy llamativas”. El punto de saturación está cerca: “A mí me llegan tantas notas de prensa que he dejado de prestarles atención”. Las recetas no son arbitrarias. Suelen ser “la mezcla de dos cosas que funcionan”. Y hay altísimas probabilidades de que uno de los dos productos sea el torrezno.

Es lo que le ocurrió a Carlos París, el doctor Frankenstein de Dulces Típicos El Beato, al que quizá recuerden por criaturas como el chocorrezno, el turrezno y, este año, el polvorrezno. “Al principio me negué a hacer lo que me proponía Nuria, el otro 50% de la empresa, porque no sabía cómo maridar torrezno y chocolate”, explica. “Fui probando y fue un exitazo, ahora estamos desbordados”. Estos días, están vendiendo unos 1.000 polvorones de torrezno a la semana, y han ampliado en cinco personas la empresa. “Eso en Burgo de Osma es como si en Madrid entrasen 500 personas a trabajar”.

"He quitado la pizza de torrezno de la carta porque habíamos muerto de éxito"

El chocorrezno es quizás uno de los mejores resúmenes de varias tendencias sociales: la ironía posmoderna que en el fondo es sincera y nostálgica, el retorno de lo popular y tosco frente a la vida optimizada y la ideología healthy del crecimiento personal, la reivindicación de lo popular frente al elitismo y la cultura del eventillo. Si un historiador del futuro o de una civilización alienígena quiere saber cómo era la vida en el año 2023, debería investigar el chocorrezno.

1. Viralidad: a quién no le va a gustar una pizza de oreja

Alfonso Ortega, conocido como Cocituber, es seguramente el rey del bar de raciones gracias a sus cuentas en redes sociales, con más de 220.000 seguidores en TikTok. Este otoño, decidió introducir en la carta de sus restaurantes la pizza de oreja y la de torrezno. “Lo peté en las redes, más de un millón de visualizaciones, colas y colas en el restaurante, meses con todas las reservas llenas”, explica Ortega.

Es una herramienta de marketing: “Lo que buscas es la viralidad, y esto sabes que va a funcionar siempre, porque genera discusiones que hacen subir mucho al vídeo”. Sin embargo, ha decidido eliminar de su carta esas pizzas, porque no le salían las cuentas. “No quiero que las pidan”, reconoce. El horno de su restaurante da para 10 o 15, pero no más. Se encontró con un problema cuando las 60 mesas del establecimiento le pedían esa gochada viral. “Casi morimos de éxito”.

“Nos hemos metido en una rueda que tiene que ver con el marketing y la presión de las marcas para sacar algo nuevo todos los años”, añade Iker Morán, periodista gastronómico que suele repasar novedades como el turrón de Chupa-Chups en su cuenta de Instagram. Por ejemplo, Torrons Vicens saca cada año de mano de Albert Adriá dos nuevos sabores: “Eso significa que en 10 años han tenido que inventarse 20 sabores para competir en el lineal con otras cinco grandes marcas de turrones, y ahí es donde aparecen las combinaciones más raras”.

Pero los delirios gastronómicos también tienen que ver con lo que Vega define como la dinámica enloquecida de la gastronomía”. La investigadora pone el ejemplo de los restaurantes que abren en las grandes ciudades con la pretensión de convertirse en el local de moda, logran generar colas de meses y, cuando la demanda baja, “cambian el restaurante por completo y le ponen otro nombre”. Estos productos son similares. Apuestas virales que tienen, a menudo, una corta vida.

"Cuando te comes un turrón de jamón, estás jugando a la ironía y al cachondeo"

2. Ironía: el Camela de la comida

Por ese motivo, muchas de estas comidas son a su manera un reflejo de la posmodernidad irónica y autoconsciente. “Cuando te comes un turrón de jamón, sabes que estás jugando a la ironía y al cachondeo”, explica Morán. Muchas de estas preparaciones llevan a la práctica aquella fórmula que decía que el surrealismo era “el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, solo que con sabores aparentemente incompatibles, como el chocolate y la grasa.

Carlos París, creador del chocorrezno, introduce un matiz al recordar que la repostería siempre ha tirado de la grasa de cerdo, como en la manteca. Reivindica el método detrás de su aparente locura: “Somos los primeros que empezamos a hacer cosas extrañas con la repostería, pero coherentes”, explica. “Hacemos cosas raras y distintas, pero con materia prima de primer orden, y la gente repite”.

Uno va a comerse el rosconut de Dabiz Muñoz de igual manera que se compra una entrada para Camela. “Pero, ojo, que luego Camela un buen día termina en el Primavera Sound: la línea de la ironía es delgada”, matiza Morán. Se trata, más bien, de una expresión poptimista en la que uno se siente legitimado para disfrutar de aquello que hace no demasiado estaba culturalmente censurado desde cierto elitismo gastronómico.

placeholder Dabiz Muñoz, la vertiente punk pero masiva de este asunto. (Europa Press)
Dabiz Muñoz, la vertiente punk pero masiva de este asunto. (Europa Press)

Para ello, es necesario ese lubricante de la ironía que es la nostalgia: algunas de estas composiciones son, como dice Morán, el “yo fui a EGB de la gastronomía”. Un buen ejemplo son los turrones de galletas de Dinosaurus de Nestlé o el turrón de Huesitos, o la incorporación de Peta Zetas a los platos de alta cocina que se puso de moda hace unos años. “Te das cuenta de que no lo hacen para los niños, lo hacen para nosotros, los que nos criamos en los ochenta”. El torrezno es una magdalena de Proust para un chaval castellano.

3. Resistencia: el torrezno es el antiaguacate

No es de extrañar que en esta tendencia, el torrezno se haya convertido en su Santo Grial. Proviene del poco noble cerdo, es grasiento y se consume sobre todo en esas regiones de la España interior que se asoman a la despoblación. El torrezno es una ventana a lo demodé y, por lo tanto, a lo atemporal. “Es el antiaguacate”, valora Morán. “El icono de la cerdería y el disfrute bien entendidos”.

Hay un punto de rebeldía en el consumo de esta clase de productos, frente a los estereotipos de la alta cocina que suele mantener la mayor parte de la población y que la identifican con preparaciones orientales o latinoamericanas donde el sushi y el ceviche son los reyes. “Parece que en los últimos cuatro años nos hemos cansado del mercado de la tendencia supervanguardista y han vuelto las raíces y las recetas locales, hasta que nos saturen igual”, añade Vega.

"En ciudades como Barcelona es más fácil encontrar un ceviche que unos torreznos"

Frente a la invasión del ceviche en los gastrobares con ínfulas de los barrios, estas apuestas extremas tienen algo de reivindicación del pasado. París, por ejemplo, proviene de una familia de panaderos. Su abuela lo fue a mediados del siglo pasado en Almonacid de la Cuba, y su padre continuó con el negocio en Burgo de Osma. Su mayor banco de pruebas hoy son los abuelos de su familia. “Todo eso del I+D+i con el que se les llena la boca a todas las empresas no es para mejorar los productos, es para abaratarlos”, se queja.

“Hoy en día, en ciudades como Barcelona es más fácil entrar a un bar y encontrar un ceviche que unos torreznos”, valora Morán. La aparición de estas excentricidades va de la mano de la extinción del bar de raciones. Como explica Vega, que ha pasado las últimas semanas viendo reposiciones de Pesadilla en la cocina, uno de los vicios de los últimos años ha sido sustituir las raciones de toda la vida por otro sota, caballo y rey de lo aspiracional.

“¿Por qué van a tener que comer humus de habitas con crudités en un bar de Vallecas donde la gente pedía patatas bravas y sándwiches?”, se pregunta la periodista. “Al final, lo que ofrecen ya cansa”. El chocorrezno es un símbolo de resistencia frente a la invasión del gastrobar con ínfulas, con el tartar de atún como plato estrella.

4. Conciencia de clase: la gastronomía trabajadora

De mano de esta rebeldía frente a la alta cocina hay una reivindicación de lo popular. No es casualidad que en un momento en el que cada vez más los restaurantes de éxito se concentran en el centro de las grandes ciudades, los establecimientos de Los Clásicos de Cocituber se encuentren en barrios como Vallecas o municipios del extrarradio madrileño como Alcorcón o Fuenlabrada.

“Mis clientes son gente normal, de barrio”, explica Ortega. “Aunque tengo chavales también, mi seguidor medio suele ser un señor calvo que tiene alrededor de 40 o 50 años, que ha pisado mucho bar de barrio y se ha criado entre raciones”. Cocituber se hizo famoso precisamente por recorrer esos bares que se encuentran en peligro de extinción. Con sus restaurantes, pretende recuperar esa fórmula.

Algo semejante ocurre con el público que adora el chocorrezno. Aunque Mario Vaquerizo haya cantado sus alabanzas, París incide en que sus clientes son “gente normal”. En los extremismos gastronómicos no hay espacio para ingredientes exóticos. La gracia se encuentra más bien en combinar dos elementos populares que nunca se habían juntado antes, como el gypsy rock de Las Grecas o el flamenco pop de Rosalía.

"En las verbenas, te comes unas cosas que en un estado normal ni probarías"

Como el retorno del casticismo, es una manera de volver a conectar momentáneamente con lo rancio, ahora gentrificado. “El día de las fiestas de tu pueblo vas a la barraca y te comes algo que en un estado normal ni probarías, como un churro que han frito hace dos horas bañado en chocolate o una manzana empapada en caramelo”, valora Vega. “Te la compras y le das un par de bocados porque está asociado a la experiencia de ese día”. Pero igual que pocos se pondrían en casa a Rick Astley, no demasiados se prepararían un bocadillo de gallinejas para cenar.

5. Fugacidad: una 'situationship' gastronómica

¿La gente que se come una pizza de torrezno repite? Probablemente no. Probablemente, consumir una pizza de torrezno eleva las posibilidades de comer en breve una churroburger, pero hace disminuir las de comer otra pizza de torrezno. En definitiva, lo hacemos por las risas. “Los turrones, por ejemplo, no son de repetir”, explica Morán. “Siempre pasa lo mismo: los sacas a la mesa, los pruebas, jiji, jaja, pero lo siguiente es decir ‘pásame el turrón blando”.

Como en algunas relaciones amorosas, lo importante es explotar la novedad hasta que llega el aburrimiento y pasamos a otra cosa. Una situationship gastronómica. “Son productos que compras una vez: a ver a qué sabe, si es extraño, picante o tan loco como parece”, explica Vega. “Lo compras, lo sacas un domingo a los postres y te ríes, pero lo difícil es conseguir que esa experiencia guste tanto como para repetir”.

A menudo, esta clase de productos no están pensados para perdurar, sino para cumplir una función meramente coyuntural: llamar la atención y desaparecer hasta que otro, no necesariamente mejor, ocupe su lugar. “La intención es viralizar”, admite Ortega, que explica que un vídeo sobre ramen o sushi ya no sorprende a nadie, pero otro sobre esa mariscada que te sirven a paladas tal vez sí.

Quien no está de acuerdo es Soria, que mantiene que el chocorrezno ha llegado para quedarse, como muestra que sigan vendiéndolo años después. “Lo nuestro es la simpleza, la humildad y la sencillez”, insiste, incidiendo en el cariño que pone en su trabajo. Debajo de la seriedad hay una capa de ironía, y debajo de la ironía hay otra capa de ternura, cariño y tradición. Y debajo de ella, quizás haya otra capa más de ironía.

Una cola de unas 100 personas se hiela en Nuevos Ministerios para degustar el chicken waffle de Dabiz Muñoz, un bocata de pollo empanado a 17,50 euros por cabeza en el que el pan ha sido sustituido por gofres. Mientras tanto, en Sevilla prueban la churroburger, una hamburguesa con churro en lugar de pan. Rosconuts. Miguelitos de turrón. Morcilla de chocolate. Roscones de reyes de serranito. Pizzas de oreja. Turrones de Chupa-Chups. Un fantasma recorre España: el de la aberración gastronómica.

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