Yo me quedo a dormir siempre con mi familiar ingresado
Esta historia ilustra uno de los temas clásicos de nuestra profesión: la imperiosa necesidad de nuestros conciudadanos en quedarse a acompañar por la noche a sus seres queridos cuando estos precisan de hospitalización
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fe9e%2F323%2Fb5a%2Fe9e323b5a5dcc2760a98b43f0739a0ed.jpg)
Me contó mi amigo, el Dr. Frederic Larsan, la vez que vivió uno de los momentos más turbadores que recuerda en su vida profesional. Al tratarse de un cirujano bregado en mil batallas, alguien cuyas manos han confrontado las situaciones quirúrgicas más insospechadas, su comentario atrajo mi atención al instante. "Ese día tenía una cirugía programada a primera hora, así que antes de ir a quirófano pasé a ver mis pacientes hospitalizados, algo que no me gusta porque prefiero hacerlo cuando están bien despiertos", empezó a contarme.
La planta donde ingresan los enfermos del Dr. Larsan está compuesta por habitaciones con dos camas. Son pequeñas y tienen un único cuarto de baño que ambos inquilinos comparten durante su estancia. Hoy en día, los hospitales modernos ya están dotados con habitaciones individuales, pero no sucede así en los centros antiguos como en el que trabaja mi amigo. En estos casos, no hay posibilidad de mejora porque no hay espacio para construir cuartos individuales (básicamente, han sido fagocitados por el crecimiento de la ciudad). "Como ya sabes, no me gusta entrar en las habitaciones muy pronto, puesto que los pacientes aún están dormidos. La luz apagada y la atmósfera cargada. ¿Qué sentido tiene hacer una valoración clínica en estas circunstancias? Además, es muy probable que también estén los familiares dormidos". Asentí con la cabeza porque compartía esa misma sensación. Muchas veces he entrado a primera hora y me he encontrado en la misma situación. No es agradable, puesto que parece que, en vez de hacer tu trabajo, estás invadiendo la intimidad de los enfermos y sus acompañantes.
"¿Y qué pasó entonces?", pregunté apremiado por la curiosidad. Como era su costumbre, no se anduvo por las ramas: "Cuando entras a esas horas de la mañana es normal que el ambiente esté espeso. Falta el oxígeno y el olor corporal o de las exhalaciones de los que cohabitan es patente. Fuerte, desagradable. Es una situación más o menos habitual. Pero, en esta ocasión que te relato, aquello fue algo que nunca en mis veinticinco años de experiencia había tenido la desgracia de oler".
Esbocé una sonrisa, pero él hablaba muy afectado. "Nada más entrar, el olor me golpeó en la cara. La primera cama que me encontré al entrar estaba ocupada por una señora intervenida por otro cirujano de otra especialidad. La luz entraba por la ventana de manera tenue y al pasar me permitió ver que estaba acompañada por un hombre que dormía profundamente a su lado (el marido, supuse). Mi paciente estaba en la cama más alejada de la puerta", continuó Larsan, "así que ahí se dirigieron mis pasos. La cortina que separa las dos camas (y que suele permanecer replegada) estaba corrida en un intento de crear cierta intimidad entre las dos enfermas. La aparté un poco y los ojos de mi paciente se encontraron con los míos. Estaba muy despierta, lo cual no sorprendió en realidad, puesto que yo ya llevaba en la habitación unos cinco segundos (el tiempo que había tardado en abrir la puerta y llegar a su cama), y en ese breve lapso el olor ya me estaba taladrando el cerebro. Comprendí entonces su cara crispada, sus ojeras, y su mirada suplicante. A modo de explicación silenciosa, en un intento de que no se revelase lo que me quería decir, se tapó las narinas con el pulgar y el índice angustiada".
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fb33%2Fe0c%2Fa3a%2Fb33e0ca3a139ebb98bb699a2cd6be8ed.jpg)
"El olor a pies de aquella habitación era nauseabundo. A pútrido. A descompuesto. Era mareante, insoportable. Insalubre. Los efluvios eran inconfundibles y solo podían provenir de pies con escasa o nula higiene, como todos sabemos por la experiencia vital que acumulamos a lo largo del tiempo. Olor a queso, solemos decir, cuando el final de nuestras extremidades inferiores emanan tal fragancia pestilente, rancia, repulsiva. En este caso en concreto, era aún peor; ni mil quesos hubieran sido capaces de generar aquel volumen de gas nauseabundo que llenaba aquella pequeña estancia. Mi cara de espanto le confirmó a mi paciente que, en efecto, no estaba sufriendo una ilusión olfativa, sino que aquello era real. Ella señaló hacia la cortina. Instintivamente, me giré y vi como los pies del acompañante de la paciente de al lado, descalzos pero embutidos en unos calcetines negros, sobresalían de la butaca reclinada, en una posición displicente y amenazadora". Larsan había pasado por su lado al entrar, pero el gas que producían aquellos calcetines mugrientos era tan denso que tardaban su tiempo en llegar a la mucosa pituitaria. Mi amigo salió de la habitación y pidió a gritos a un auxiliar que buscara la llave y que abriera de inmediato la ventana (en general, en los centros médicos permanecen bloqueadas por seguridad). Después, solicitó que trasladasen a su paciente a otro cuarto que estuviera vacío.
Como Larsan pudo colegir después, su paciente no solo no había podido dormir en toda la noche, sino que, en determinado momento, había valorado la posibilidad de descolgarse de la cama y reptar para abandonar la habitación (se le había recomendado reposo de 24 horas ese día y hubiera sido muy perjudicial). Pero el aire durante la noche había sido tan repugnante y carente de oxígeno, que quedarse resultaba igual de peligroso. Después de las órdenes del Dr. Larsan, varias dudas se plantearon entre el espontáneo corrillo que se creó en el pasillo ante aquella inusitada novedad. Estaba compuesto por el personal sanitario del turno de la mañana y comentaban aquel problema de salud pública, que habían podido comprobar con sus propias narices. "¿Por qué el turno de noche no había intentado resolver el problema? Al menos podían haber dejado la puerta abierta", sugirió una enfermera. "¿Cómo no se le dijo al acompañante que se calzase?", inquirió otra, a lo que una tercera apuntó: "Un momento, un momento, ¿estamos seguros de que es el causante con total certeza? No se puede acusar sin pruebas". Un par de horas después, y ya resuelto parcialmente el asunto (con la puerta y ventana abierta ya se podía estar dentro más de tres minutos seguidos), otra duda surgió de repente en aquel espontáneo comité anticrisis: "¿Cómo es posible que su mujer no fuera capaz de decirle nada?", se cuestionaba una de las enfermeras ¿La convivencia anula el olfato y es prueba evidente de que dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición?"
"La Ley 8/2003 obliga a todos los centros a facilitar el acompañamiento de los enfermos por parte de, al menos, un familiar"
Esta historia ilustra uno de los temas clásicos de nuestra profesión: la imperiosa (aparente) necesidad de nuestros conciudadanos en quedarse a acompañar por la noche a sus seres queridos cuando estos precisan de hospitalización. Si bien en la mayor parte de las oportunidades no suelen producirse situaciones desagradables, en ocasiones se puede dar el caso en el que los propios acompañantes puedan llegar a ser un problema para el funcionamiento del hospital, y para la recuperación del propio paciente. Comportamientos inadecuados, como el descrito, o como otros muchos, como enfrentamientos y discusiones con el personal sanitario, o con otros familiares o pacientes, y que son, en realidad, reflejo del cansancio de aquel que se obstina en quedarse por la noche a cuidar a una persona convaleciente que, lo que tiene que hacer es dormir, y ser vigilada por el personal de cada turno.
La Ley 8/2003, de 8 de abril, sobre derechos y deberes de las personas en relación con la salud (Artículo 14), obliga a todos los centros a facilitar el acompañamiento de los enfermos por parte de, al menos, un familiar o una persona de su confianza (excepto en los casos en los que esta presencia sea desaconsejable o incompatible con la prestación sanitaria conforme a criterios médicos). No queda claro, en cambio, la necesidad perentoria de que esto tenga que ocurrir sí o sí para que la evolución clínica del hospitalizado sea mejor y más rápida. En Europa hay muchos países en los que se prohíbe (salvo excepciones como menores o discapacitados) la presencia de familiares en las habitaciones a partir de una hora determinada. A lo largo de mi vida profesional lo he podido comprobar en diferentes centros de otros países donde, en efecto, así sucedía y nunca pude constatar que tal circunstancia generase ningún problema: todos los familiares y acompañantes entendían que tenían que irse para casa después de la cena. En nuestro entorno, en cambio, es algo tan arraigado que sugerir al cónyuge que se vaya a casa a descansar por la noche suele ser recibido con recelo o con enfado.
Al pestilente acompañante no se le dijo nada, por supuesto. Mantuvo su régimen de visitas habitual, pero, esta vez, no hubo nadie que compartiera la misma habitación con su esposa convaleciente, la cual, no dio señales de sentirse incomodada (se sentía como en casa, vamos). Tampoco nadie se hubiera atrevido a decirle nada porque ni había pruebas ni ganas de que este acabase en el servicio de atención al paciente poniendo una queja. Además, como dice el dicho popular, a nadie le huelen mal su "peos", ni le parecen sus hijos feos.
Que se mejoren.
Me contó mi amigo, el Dr. Frederic Larsan, la vez que vivió uno de los momentos más turbadores que recuerda en su vida profesional. Al tratarse de un cirujano bregado en mil batallas, alguien cuyas manos han confrontado las situaciones quirúrgicas más insospechadas, su comentario atrajo mi atención al instante. "Ese día tenía una cirugía programada a primera hora, así que antes de ir a quirófano pasé a ver mis pacientes hospitalizados, algo que no me gusta porque prefiero hacerlo cuando están bien despiertos", empezó a contarme.